jueves, 3 de agosto de 2023

Brasil y lo español

 Gilberto de Mello Kujawski, el brasileño que mejor conocía el pensamiento de Ortega y Marías de todo el mundo hispánico, escribió un artículo en el número 8 de la revista Cuenta y Razón. Por su interés lo muestro seguidamente:


                  Brasil y lo español


Una entrevista realizada recientemente a uno de los más prolíficos historiadores brasileños, José Honorio Rodrigues, causó perplejidad general, al declarar éste:

«Brasil es un país que no tiene nada que ver con América Latina. Recuerdo que una vez, conversando con Anísio Teixeira, me dijo: Bolivia se parece tanto Brasil como a Vietnam.' En América Latina, el país más parecido a Brasil es Cuba. Datos estadísticos obtenidos por historiadores norteamericanos demuestran que el 60 por 100 de los esclavos negros fueron a Brasil, siguiéndole Cuba y los Estados Unidos. Cuba se asemeja mucho a Brasil, al menos en el aspecto étnico.>>

Opinaba además:

«Creo que Brasil tiene pocos puntos en común con América Latina; estamos más cerca de África; incluso hasta nuestros indígenas son diferentes de los de los países hispanoamericanos. La verdad es que somos distintos desde el principio, como una proyección de las diferencias que existían entre España y Portugal» (La Historia Vivida, III).

Con todo el respeto que nos merece la autoridad del ilustre investigador, resulta difícil aceptar su tesis. En primer lugar, el criterio étnico - predominio del elemento negro - no es decisivo para asemejar a Brasil con Cuba ni para separarlo de América Latina. En la ciudad de San Pablo, con sus doce millones de habitantes, el mayor polo de migración interna de Brasil, vive mayor número de nordestinos que en cualquier ciudad del nordeste brasileño, y aunque el fenómeno ha persistido durante más de una generación, no por ello la ciudad de San Pablo ha perdido sus características paulistas ni se ha transformado en una ciudad nordestina. El elemento étnico por sí solo, como es bien sabido, no es un factor decisivo. En segundo lugar, la exagerada expresión retórica «no tiene nada que ver>> despierta sospechas, sospechas de que estamos frente al así llamado, y, por cierto, muy frecuente, «pensamiento desiderativo». Honorio Rodrigues es uno de los intelectuales que no reconocen los lazos comunes entre Brasil la y América Hispana, porque pretenden asociar a Brasil con el futuro de los países africanos... De ahí la solución de continuidad, el corte brusco con sus vecinos intracontinentales. Se trata del predominio del debe ser sobre el es. Como se cree que la mejor política exterior de Brasil debe circular alrededor del continente africano, Brasil tiene que deshacerse como por arte de magia del complejo hispano para trasladarse al complejo africano. Actitud marcada por una ideología extremadamente peligrosa cuyo siguiente paso será, sin duda, cortar las amarras de Brasil con el propio Occidente. Ahora bien: Brasil no puede renunciar sin más a la comunidad hispana y a la tradición occidental para adoptar una seudo identidad africana. La historia, salvo en sus fases decadentes, no es un baile de máscaras.


Por más estrecha que sea nuestra proximidad con lo africano, una cosa es cierta: los brasileños no estamos en África, sino que es África la que está en nosotros (como en nosotros están Europa, Roma y Grecia), Jorge Amado, el glorioso novelista bahiano, se dio perfecta cuenta de este fenómeno al definir en los siguientes términos su condición afrobrasilera: «Me muevo en un mundo afrobrasilero. Apenas es afrobrasilero, no africano, Estoy muy ligado a África, donde tengo muy buenos amigos. Durante los años en que estuve en París conviví con muchos de los africanos que dirigían las luchas por la libertad de sus países, hoy sigo siendo muy amigo de Senghor, Pero yo soy brasileño, formo parte de la mezcla que se formó aquí (La Historia Vivida, páginas 40-41),

Brasil nació, desde luego, occidental; si se quiere, occidentalizado por el idioma, la religión y la cultura que le inocularon sus descubridores y colonizadores, Confirmó su occidentalidad después de la independencia por los valores políticos, culturales y tecnológicos que trata de encarnar. Y su vehículo de mediación cultural con Occidente es precisamente el mundo hispano, el ethos hispano con su libido vital específica, su modo particular de proyectar y vivir el tiempo y de convivir con el otro. Tal pertenencia no es fruto de una elección libre ni de una imposición genética, sino parte de nuestra circunstancia. No se trata de adherirnos programáticamente a nuestra tradición hispana para ampliarla en el futuro ni de reflejarnos en lo hispano porque hablamos portugués, sino muy por el contrario: se trata de reconocer que hablamos en portugués porque vivimos en portugués, esto es, hispánicamente, ex trayendo de esta circunstancia todas las consecuencias prácticas y teóricas que implica. Además, la inclinación hacia África que hoy entusiasma a algunos intelectuales brasileños y latinoamérica nos viene precisamente de nuestra formación hispana. Fue ésta quien permtió y facilitó la incorporación de los pueblos de color africanos, amerindios y asiáticos en el área de Occidente a partir del Renacimiento.

Es fácil reconocer, como Gilberto Freyre, que Brasil es doblemente hispano: por ser portugués y por ser español. El dominio de la España filipina durante los sesenta años que duró (1580-1640) produjo en Brasil efectos considerables y duraderos. Con la unión de las dos Coronas, la española y la portuguesa, el meridiano de Tordesillas, que dividía las tierras de España y de Portugal en todo el planeta, dejó de tener sentido, dando lugar a la gigantesca expansión de los bandeirantes (exploradores de las tierras interiores de Brasil) paulistas hacia el oeste con el pretexto de que las tierras pertenecían al mismo rey. No hay duda de que fue durante el período español cuando Brasil adquirió su fisonomía y su expresión, transformándose en el país con más vasto territorio en Hispanoamérica. Por ese entonces, la en aquella época villa de San Pablo (matriz de la ciudad de igual nombre) se transformó en un núcleo español, hasta tal punto que cuando Portugal recobró su independencia los paulistas, animados por los españoles que vivían en San Pablo, no quisieron obe- decer al nuevo soberano portugués. Intentaron un movimiento de secesión proclamando rey hispanopaulista a Amador Bueno de Ribeira, quien no aceptó la corona que le ofrecía el pueblo amotinado y pasó a la historia como «el hombre que no quiso ser rey». El aura de la tradición española perduró en San Pablo a lo largo del tiempo vagamente poetizada y con tintes románticos, mereciendo a mediados del siglo pasado dos de los versos más bellos en lengua portuguesa que escribiera el poeta babiano Castro Alves:

Tenbo saudades... jail de ti, São Paulo Rosa de Espanha no bibernal Friul (Tengo nostalgia... jay! de ti, San Pablo Rosa de España en el invernal Friul)

A cada momento se descubren en Brasil signos elocuentes de la dominación filipina. No hace mucho, el más destacado memorialista brasileño de to-dos los tiempos, Pedro Nava, consignaba en su libro la siguiente observación respecto de la ciudad histórica de Minas Gerais: «Mariana, Ouro Preto, Sabará, São João d'El Rei mantienen bien nítido el carácter que les diera la época filipina: son más bien burgos españoles que lusitanos» (Galo das Trevas, págs. 444-445).


Antropología hispana


Gilberto Freyre, a lo largo de páginas dotadas de la misma suculencia y del mismo sabor de las frutas del nordeste, estructura la antropología del hombre hispano partiendo de su vivencia original del tiempo. A la sucesión cronométrica, impersonal, mecánica, vigente en el hemisferio norte, el hispano contrapone su sentido biográfico, personal, dramático del tiempo, ese tiempo de los días contados que Unamuno deseaba prolongar en una duración interminable y en el que transcurre nuestra vida en un esfuerzo por lograr lo figurativo, lo narrativo. El tiempo social hispano es - según Freyre- tríptico, simultáneamente presente, pasado y futuro. Basta leer “Casa grande e senzala” («Casa grande y caserío>>) para entender a qué se refiere el autor con lo de tiempo tríptico. En este libro, calificado parcialmente de «proustiano» por la critica, se mueven juntos el pasado, el presente y el futuro de la sociedad patriarcal brasilera. El tiempo tríptico es el tiempo narrativo del novelista y de cada uno de nosotros, como novelistas que somos de nuestra propia vida, es el tiempo intrínseco a la vida humana,

Para ilustrar mejor el concepto de tiempo hispano, Gilberto Freyre recurre a una anécdota cervantina cuyo sentido es sencillamente asombroso:


¿Qué va a pintar?, fue la pregunta de Don Quijote a un hombre al que encontró pintando nadie sabe qué; algo que podría transformarse en un hombre, en una mujer, en un animal, en un árbol, en una casa, en una iglesia o en la combinación de todas estas. imágenes en un único símbolo,

´Esto es lo que va a ser', fue la respuesta bien hispana o muy ibérica de un pintor cuyo arte era la expresión no de una idea preconcebida que tiene que ser puesta en práctica en un premeditado período de tiempo o dentro de un cálculo fijo del objeto que se va a pintar, sino según una relación vital, libre, existencial, creadora entre el artista y el objeto, aún indefinido, de la creación.

¿Quién más asistemático en sus creaciones que Unamuno? ¿O, como filósofo, que el mismo Ortega?

´Esto es lo que va a ser´. Lo que va a ser con el tiempo, a través del tiempo, dándole tiempo al tiempo: un tiempo sin prisa y sin cálculo» (El brasileño entre los demás hispanos, pág. 7).


La anécdota cervantina que comenta Gilberto Freyre encierra algo más que la simple vivencia del tiempo social ibérico. En realidad, el ámbito de la historia traspasa los límites de la sociología y de la antropología, roza las raíces de la metafísica, la metafísica de la causa vital que inaugurara Ortega cuatro siglos después de Cervantes. La despreocupada respuesta del pintor, «esto es lo que va a ser», traduce nada más y nada menos que la actitud básica de la causa vital de Ortega: pensar con las cosas. Pensar no con ideas, principios o modelos prefabricados que encubren o mutilan la realidad, según el gusto de los más diversos racionalismos e intelectualismos, sino pensar guiándose por el poder de la cosa en sí, en la integridad de su modo de ser dentro de nuestro contexto vital y siguiendo el nivel epistemológico que ella misma ha fijado. El hecho físico no puede pensarse según el criterio exclusivamente matemático, el hecho biológico según el criterio de la física, la cosa sicológica mediante patrones de biología y el hecho sociológico por medio de normas de la sicología. Pensar con las cosas significa vivir con ellas, hacer con ellas nuestra vida. El ebanista fabrica el mueble guiado por la resistencia y la textura de la madera a medida que la palpa con los ojos y que la divisa con el tacto. El escultor logra mucho mejor las formas invisibles en la estatua, los detalles de la figura, si el material con que trabaja es de naturaleza dócil. El escritor redacta el texto animado por el misterioso, y no deliberado, impulso de la idea que empuja a la idea, de la palabra que empuja a la palabra. El domador de caballos no doblega la resistencia del animal valiéndose de la fuerza bruta, sino que se aferra a su cuerpo estrechamente hasta fundirse en uno solo. El que aprende a manejar un automóvil tiene que «asociarse» al coche por medio de un juego de reciprocidad que se aprende, pero que no se enseña; el campeón de fórmula 1 no ignora que no debe interferir arbitrariamente en el dinamismo de la máquina en movimiento, sino que, por el contrario, debe responder sutilmente a su ritmo, ciego sólo en apariencia. La iniciativa individual se dispersa, no es fecunda, a menos que actúe en viva reciprocidad con las cosas, en respuesta al flujo incesante de señales que nos llegan desde sus entrañas silenciosas. Todas las cosas son semáforos (etimológicamente, «emisores de señales»), y no nos podemos orientar sin poner ojos y oídos a ellas. Son las cosas las que regulan nuestras acciones, palabras, pensamientos, sentimientos. De la sugestión que ellas tengan depende la atención que ponga nuestra voluntad y nuestra inteligencia. Quien no oye la voz que entrañan las cosas y se niega a sus señales se aísla peligrosamente de todo y de todos, cae prisionero del autismo en el laberinto sin fin de su propia subjetividad, con- funde la razón con el racionalismo, la voluntad con el voluntarismo, la libertad con el arbitraje.


El pintor cervantino, al responderle a Don Quijote con palabras que podrían haber sido de Picasso, demuestra, efectivamente, que su pintura es hacer con, pensar con, vivir con la cosa pintada, anticipando in nuce la formulación del raciovitalismo de Ortega. La forma y la figura de la realidad están encerradas en ella misma, ella constituye su propio modelo y su más auténtica medida, conforme se va revelando, no al compás mecánico del reloj ni de los instrumentos inventados por la razón calculadora y fabricante, sino al sabor del tiempo vivencial y convivencial, en íntima compenetración con nuestra vida, la vida humana, descubierta por Ortega como la realidad radical.

Esta entrega incondicional a las cosas captadas tal como se manifiestan en su fluir temporal, en su va-a-ser biográfico, es lo mejor que tiene el hombre hispano tal y como se ha presentado his- tóricamente, sin muchas letras, sin mucho estudio, el hombre medio hispano, por así decir. ¿Cómo se caracteriza formalmente el modo de ser de este hombre que se define en la respuesta del pintor - “esto es lo que va a ser”-. En primer lugar, por lo que podríamos llamar perspectivismo, la fidelidad a la perspectiva de las cosas tal como se presentan y no como las manipulan nuestros a priori. En segundo lugar, por el sentido histórico, registrando la importancia de la realidad en el tiempo. En tercer lugar, por el pluralismo siempre atento a la variedad y a la sorpresa renovada del mundo, pluralismo del que forma parte el reconocimiento y la aceptación del otro hombre en su diversidad racial y cultural, actitud que está en la base de las mezclas tan características en América Hispana, Ahora falta describir la otra cara de la moneda, el aspecto negativo de esa disposición de libre entrega a las cosas. Primero, la indolencia: las cosas nos hacen señales para que las busquemos activamente, partiendo a su encuentro para asumirlas en respuesta creadora; si la entrega a la realidad toma la forma de abandono, pereza y dejadez, caemos en aquella vieja y persistente imagen de América Latina tan corriente en el mundo entero y que encierra gran parte de verdad. Segundo, la irresponsabilidad que está en relación directa con la indolencia. Tercero, el hacer sin tener un objetivo, el hacer por el mero placer de hacer, cuya expresión más pura Ortega definió en el apetito típicamente español del esfuerzo puro, la afirmación brutal del deseo gozando por si solo, sin otra finalidad ulterior, lo que hace sentir la abrumadora mole de piedra de El Escorial: exuberancia de impetus y pobreza de ideas (Meditación de El Escorial, O. C., II, 527).


La diferencia brasilera


No se puede negar la profunda analogía que hay entre Brasil y los países de habla castellana de América Latina. El contexto hispano es una realidad e incluye las matrices europeas, España y Portugal, tanto en Brasil como en sus vecinos continentales. En la antropología del hombre hispano, ya descrita, entran indistintamente el español y el portugués, el mexicano y el paraguayo, el venezolano y el uruguayo, el cubano y el argentino, el peruano y el brasileño y los demás pueblos afines. En lo que respecta al parecido histórico y del entre Brasil y América Latina, tendríamos mucho que decir si no fuera porque, por sabido, preferimos obviarlo, Allí están, a la vista de todos, puestos trazos comunes: los mestizos, la inestabilidad política, el subdesarrollo económico, el patriarcado, los caciques, la burocracia, la anemia de iniciativa privada, etc. Todos estos elementos, unidos a nuestro peculiar barroquismo cultural, dan como resultado este mundo original, fascinante, enigmático, que algunos prefieren llamar América Hispana o Hispanoamérica. Por coincidencia o no, casi todas las obras plásticas y literarias de Hispanoamérica, incluidas las brasileras, constituyen variaciones nacionales, regionales y temporales de estilo barroco que parecen haber asumido a lo largo de la historia la ciudadanía hispana. He aquí otro hecho consabido, si bien poco estudiado, sobre América Hispana. Dice Alejo Carpentier: «Nuestro arte siempre fue barroco, desde la grandiosa escultura precolombina y el arte de los códigos hasta la mejor novelística actual de América, pasando por las catedrales y monasterios coloniales de nuestro continente.» Brasil no se queda atrás. Tenemos el barroco minero, el barroco bahiano en las artes plásticas y el barroco literario desde Gregorio de Matos en el siglo XVII hasta Euclides da Cunha y Guimarães Rosa, más recientemente,

Una vez subrayada la unidad básica, el fondo común entre Brasil y la América española, cabe reseñar las diferencias que distinguen a Brasil de los vecinos de la misma familia. Tal diferencia existe, como también existe entre Portugal y España, si bien se delinea sobre un fondo común. Decir en qué consiste esa diferencia será palpar uno de los mayores secretos brasileros, que casi todos los brasileños desconocen. Sí - para ahorrar palabras -, Brasil tiene mucho que ver con América Latina.

Contrariamente a lo que afirman José Honorio Rodrigues y sus seguidores, pero a diferencia de los países hermanos, Brasil excede, trasciende el contexto latinoamericano en el que se encuentra inserto. Como diría Marías, Brasil no es sólo un país intralatinoamericano, sino extralatinoamericano, y creo que eso se debe a las peculiaridades de su formación histórica como país independiente. Todos los países de habla hispana nacieron de un doble desmembramiento: desmembramiento de la metrópoli española y entre ellos mismos. Las nuevas repúblicas fueron el resultado de la disolución de los antiguos virreinatos. Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia, por ejemplo, son divisiones del virreinato del Río de la Plata. Como consecuencia de la separación entre unas y otras, y temiendo retornar a la situación anterior, las nuevas repúblicas soberanas desarrollaron desde el principio un fuerte complejo nacionalista que les sirviera de caparazón para proteger su frágil identidad política y social. A partir de ese refuerzo nacionalista, los países de la América española se introvirtieron disfrutando celosamente de la propia soberanía recién conquistada y se cerraron dentro de los horizontes de sus fronteras. A Brasil no le ocurrió nada semejante. Este coloso atlántico no nació como unidad soberana gracias a disputas entre vecinos. Incluso la disociación entre Brasil independiente y Portugal no fue tan violenta. Los lazos de dependencia con la metrópoli se fueron desligando gradualmente desde el momento en que Brasil fue elevado a la categoría de reino unido con Portugal y Algarves a causa del traslado a Brasil de la sede de la monarquía portuguesa ante el peligro de la invasión napoleónica a Lisboa en 1808. Algunos historiadores consideran que el día del desembarco del príncipe don Juan en territorio brasilero es el día de nuestra emancipación de hecho. La gradual separación de Portugal y la unidad interna de la América portuguesa, afirmándose soberana sin necesidad de fragmentarse en múltiples partes, fueron algunos de los factores que no favorecieron la formación de un nacionalismo brasilero fuerte e impermeable. Brasil, a pesar de despertar sospechas imperialistas entre sus vecinos más próximos, nunca tuvo veleidad de autoafirmarse en la soberbia retórica del ego nacional. Esa es la razón de que los brasileños desconozcamos el nacionalismo agresivo y la neurótica introversión de nuestras naciones hermanas de América. Muchos viajeros europeos se sor- prenden de la alegría efusiva del pueblo brasilero, incluso en los poblados más pobres y sufridos, que contrasta con el ambiente taciturno de muchos países latinoamericanos. Brasil es el país menos cerrado y más acogedor de América Latina, y su alegre extroversión, que vibra al sol en ciudades como Río y Salvador, no se debe solamente a la presencia del negro, sino a la ausencia del nacionalismo coercitivo en nuestra formación histórica. Los horizontes brasileros no acaban en nuestras fronteras; se dilatan hacia el mundo, elásticamente, como prueba de que es más fuerte la vocación universitaria de Brasil que su pasión nacionalista. Por eso es legítimo decir que Brasil al mismo tiempo está inscrito en el contexto de la América Hispana y lo sobrepasa. Con nuestros hermanos de habla castellana de América tenemos en común el arte y la literatura barroca, como ya hemos dicho, pero también fue genuinamente brasilero Machado de Assís (1839- 1908), el novelista que se anticipó totalmente al resto del continente en la síntesis de lo nacional y lo europeo, sin la estrepitosa apariencia «americana», según palabras del paraguayo Rubén Barreiro Saguier, o citando al crítico brasilero Antonio Cándido, para quien Machado «dio el ejemplo de cómo se

hace literatura universal profundizando en las sugerencias locales». Brasil, inmerso en cuerpo y alma en su condición latinoamericana, la trasciende por su tendencia universalista marcada por una mayor libertad de espíritu y permeabilidad al diálogo, lo que le da otra capacidad de proyectarse en el futuro, al contrario de lo que ocurre en las repúblicas próximas, enmarañadas en el re- sentimiento y crispadas en estériles y a veces melodramáticos nacionalismos. Esta es nuestra diferencia, en modo alguno desdeñable.


Solidaridad Brasil-Hispanoamérica


La solidaridad entre Brasil e Hispanoamérica, tantas veces frustrada en el plano político y económico, se realiza a fondo en la dimensión antropológica y cultural y se hace hoy notar en el campo de la literatura.

El lector brasilero encuentra fácilmente, en original en español o traducidas al portugués, las obras de los grandes autores hispanoamericanos como Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda, Octavio Paz, Manuel Puig, etc. Por otra parte, lo contrario también ocurre, los principales escritores brasileros, nombres de la altura de Machado de Assís, Euclides da Cunha, Gilberto Freyre, Jorge Amado, Carlos Drummond de Andrade, Guimarães Rosa y algunos otros, son conocidos por los lectores y críticos de la América española. Esta reciprocidad de contactos entre las literaturas nacionales de América Latina sería un criterio totalmente falso para evaluar el grado de intercomunicación entre Brasil y el español en América Latina contemporánea. Hoy todo y todos <<se comunican», la comunicación está de moda. Los autores citados son nombres universales, conocidos y comentados en todos los países, no sólo de Occidente sino también de Oriente, en el mundo capitalista y en el socialista. No podríamos, entonces, inferir nada especial del hecho de que autores de tal renombre universal sean ampliamente leídos aquí y allá. Comunicación no quiere decir solidaridad. Existen otros criterios, no de orden externo sino intrínsecos al fenómeno cultural, que permiten entrever bajo la diversidad de las literaturas nacionales latinoamericanas, la existencia de una esencia genérica entre ellas, la génesis de una literatura común hispano- americana en la que se incluye la brasilera. El aspecto de esa esencia genérica lo constituye la comunidad de si- tuaciones que envuelven a los pueblos americanos de ascendencia hispana. Inmediatamente el lector pensará en un cliché infalible: -¡Ah! el drama de la injusticia social, de la explotación económica, de la lucha de clases, de la miseria del trabajador castigado en el campo y en la ciudad. Nos alegra desmentir ese cliché tan caro a los proselitistas de izquierda. El subsuelo común de las literaturas hispanoamericanas no se sitúa en el nivel superficial de la política y la economía, se estratifica en la región más profunda, anterior a las desigualdades sociales y a las luchas de clases tan exaltadas por la trivial dialéctica revolucionaria, se ubica en el terreno mítico. Hay un pasaje impresionante en el Diario de Ernesto «Che» Guevara, escrito durante su odisea boliviana: aquel fragmento en el que el guerrillero argentino, en horas de desaliento, al contemplar el rostro de piedra de un campesino boliviano, observando sus ojos impasibles mirando hacia dentro, percibe, súbitamente, que esos hombres y mujeres de la región andina no entendían ni una palabra del evangelio marxista por encontrarse en un estadio anterior al de la conciencia y de la praxis revolucionaria. Este momento de perplejidad en el que el héroe de la revolución cubana confiesa su fracaso en Bolivia, nos da la pista para ubicarnos en la morada oscura de esa humildísima población que se concentra desde hace cuatro siglos en el interior de la América hispana. Para describirla, nada mejor que recurrir a un concepto muy caro a Unamuno - lo intrahistórico- . Lo intrahistórico es lo cotidiano comunal, los mismos ritos de convivencia del hombre con las cosas y del hombre con el hombre, cumplidos por los pueblos día a día, año tras año, siglo tras siglo, tal como don Miguel describe en su novela “Paz en la guerra”: «En la monotonía de su vida gozaba Pedro Antonio de la novedad de cada minuto, del deleite de hacer todos los días las mismas cosas, y de la plenitud de su limitación. Perdíase en la sombra, pasaba inadvertido disfrutando dentro de su pellejo, como el pez en el agua, la íntima inten- sidad de una vida de trabajo, oscura y silenciosa, en la realidad de sí mismo y no en la apariencia de los demás. Fluía su existencia como corriente de río manso, con rumor no oído y de que no se daría cuenta hasta que se interrumpiera.» Lo intrahistórico lo define Gabriel García Márquez con el nombre de Macondo; Juan Rulfo lo llama Comala; Vargas Llosa, Canudos; Borges y Sábato, Buenos Aires, etc.

Hay en las literaturas nacionales ciertas regiones, ciudades, ciertos personajes que valen para toda la América hispana, fenómeno que ya fuera identificado por los críticos más sutiles, como el escritor uruguayo Mario Benedetti: <<Es evidente que Santa María (de Onetti) no es ni uruguaya ni argentina, es una suma de indicios (al menos) rioplatenses; que Macondo, de postura colombiana, es, en última instancia, una especie de gran (y modesta) plataforma latinoamericana en la que García Márquez instala, mediante una alegre y vívida metáfora, un estado de ánimo poco menos que continental.»

(«Temas y Problemas», en el conjunto de estudios organizados por la Unesco, América La tina en su literatura, Ed. Perspectiva,

página 369).


De la ciudad de Buenos Aires se puede repetir lo que dicen de Borges algunos personajes de Ernesto Sábato:

-«Dicen que es poco argentino, comentó

Martín.» -«¿Qué podría ser sino argentino? Es un típico producto nacional. Hasta su europeísmo es nacional. Un europeo no es europeísta: es europeo, simplemente» (Sobre héroes y tumbas).

En efecto, Buenos Aires interpreta en su atmósfera cultural, en el confortable «art nouveaux» de sus interiores, toda la profunda nostalgia de lo europeo, que no es un sentimiento sólo argentino, sino, genéricamente, latinoamericano.

No hace mucho, el novelista peruano Mario Vargas Llosa reelaboró la «materia de Canudos», episodio circunscripto a la historia brasilera a fines del siglo XIX que sirviera de argumento para la gran épica, “Os Sertões” de Euclides da Cunha. Con este tema histórico y literario tan particularmente brasilero, Vargas Llosa crea esa saga latinoamericana que es la novela “La guerra del fin del mundo”. Canudos ya no es más un lugarcito perdido en el interior de Bahía, ni un episodio exclusivo de la historia de Brasil. Canudos pasó a ser una metáfora de América Latina entera, metáfora plasmada con sangre, barro, hierbas humildes de materia estelar. Canudos pasó de la historia al mito, y Vargas Llosa, despojado de los preconceptos positivistas y progresistas de Euclides, supo comprender mucho mejor que el gran escritor el «dentro» de Canudos como la otra cara de la realidad brasilera, ignorada o deformada por los criterios iluministas de la ciencia, de la moral y de la política oficiales. En el ya lejano año 1928, el escritor paulista Mario de Andrade, la conciencia más aguda y panorámica del Modernismo brasilero, publica “Macunalma, o berdi sem nenhum caráter” (Macunaíma, héroe sin carácter), rapsodia del mato y de la ciudad, libro cuyo idioma fue precursor de la reinvención estilística radical de Guimarães Rosa. Luego el itinerario de esta obra tan maliciosamente nacional fue un conjunto de leyendas venezolanas coleccionadas por Koch- Grunberg, El «héroe sin carácter», Macunalma, no manifiesta sólo el modo de ser brasilero, sino el del propio latinoamericano, como ya dijera el crítico Cavalcanti Proença.

La literatura hispanoamericana atraviesa actualmente por una peligrosa tentación. La siniestra ejemplaridad de la revolución cubana, la malograda experiencia socialista en el Chile de Allende, la opresiva incompetencia de las dictaduras militares, son algunos factores que invitan insistentemente a la politización de los autores latinoamericanos, no obstante la resistencia de muchos de ellos. El mismo Julio Cortázar, reafirmando sus convicciones socialistas, escribía en 1967: «A riesgo de decepcionar a los catequistas y defensores del arte al servicio de las masas, sigo siendo ese cronopio que... escribe para su placer o su sufrimiento personal, sin la menor concesión, sin obligaciones latinoamericanas' o 'socialistas' entendidas como a priori programáticos.» Tal declaración parece contradecir la más reciente opinión de Cortázar sobre el tema, vertida, por ejemplo, en el artículo «Realidad y literatura en América Latina», publicado en la Revista de Occidente, núm. 5, en 1981, La lectura atenta de este artículo convence al lector de que no hay contradicción entre la posición anterior y la actual del escritor argentino, lo que hubo es un cierto matiz de ideas, Cortázar remata el mencionado artículo con las siguientes palabras: «Más que nunca, el escritor y el lector saben que lo literario es un factor histórico, una fuerza social, y que grande y hermosa paradoja está en que cuanto más literaria es la literatura, si puedo decirlo así, más histórica y más operante se vuelve.» En efecto, no se puede dudar de que lo literario es «un factor histórico>> y una «fuerza social», siempre lo ha sido. Tampoco hay nada de malo en que la literatura se vuelva más histórica y operante a medida que se interna en su propio ser, haciéndose «más literaria>>. Nada que censurar, siempre y cuando esta última condición se cumpla al pie de la letra. San Agustín resumía luminosamente su ética en el imperativo «Dilige, et quod vis fac» («ama y haz lo que quieras»). En modo análogo podemos dar el precepto de la literatura o del arte en general: «Se fiel a ti misma y jamás te profanarás.» Pablo Neruda, el gran Neruda, no evitó que su poesía se degradara, no por culpa de la politización, sino porque, al movilizarse a favor del partido comunista, su palabra perdió toda calidad poética. Maiakovski ofrece un ejemplo contrario, demostrando que es posible una literatura politizada, partidista y, no obstante, <<literaria».


Solidaridad Brasil-España


Llegamos al punto culminante de la investigación desarrollada a lo largo de este ensayo. ¿Cómo es la comunicación de Brasil con el español no ya de América, sino de España? No se diga <<con la tradición española», lo que sería limitar al pasado el alcance de la investigación, sino con la matriz española; no sólo en el pasado, sino también en el presente y el futuro. Con respecto pasado es preciso acentuar que los clásicos de las letras y del pensamiento español no parecen extranjeros para el lector brasilero ni europeos en sentido estricto (lo que se aplica a los franceses, ingleses o alemanes, por ejemplo). En realidad, los autores españoles clásicos completan para los brasileros la lectura de los clásicos portugueses. Leyendo desde siempre, en el original o traducidos, a Cervantes, Quevedo, Lope de Vega, Galdós, Pio Baroja, Ramón del Valle-Inclán, Unamuno, Machado, Lorca, nos sentimos como en casa, sino en nuestra propia casa, en la casa de nuestros mayores. Completamos el sentimiento «doméstico» que nos acompaña con la lectura de Camões, Fernão Lo pes, Gil Vicente, Vieira, Garret, Herculano, Camilo, Eça, Antero, Cesário Verde, Pessoa, Torga, un sentimiento de recuperación de valores y formas de vida ancestrales, el contacto con los arquetipos de nuestra cultura hispana. Experiencia envolvente de reencuentro con los arcanos más profundos y subyacentes de nuestra historia no sólo nacional, sino personal, algo así como descubrir en el sótano, o en el fondo de un arcón familiar, los retratos perdidos de nuestros antepasados, sentirlos circular por nuestras venas al contemplar sus rostros distantes. Un escalofrío muy particular nos sorprende al leer las tres primeras líneas de Don Quijote: «En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un fidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.» Parece que conocemos a este hidalgo así descrito, en su hábitat, o que alguno de nuestros abuelos conversó con alguien así, en un ambiente parecido. En profundidad y digo en profundidad - nada de lo que es español resulta extraño para los brasileros - . Cuando leemos a Unamuno nos vemos arrastrados irresistiblemente por su iberismo centrípeto: el río subterráneo de la intrahistoria hispana acaricia nuestra memoria con murmullos inefables. Y cuando Ortega concentra su fascinante filosofía en la idea de vida humana, al oír estas dos palabras en sus textos, recuperamos de nuestra infancia lejana la palabra «vida» tal como llegaba a nuestros oídos pronunciada por nuestros familiares, con algo de fatalidad inolvidable; vida, el peso de la vida, el impacto de la vida, las promesas de la vida.

Acertadamente escribió Julián Marías: «Si el hispanoamericano considera suyo cuanto se ha pensado, dicho y escrito en español, antes y después de la Independencia, antes y después del des - cubrimiento, entonces puede conseguir que la lengua española sea no sólo individualmente la suya propia, sino también la de su sociedad ultramarina. Frente a la retórica e inerte tentación de la 'Madre Patria', la conquista y apropiación de la totalidad de la lengua y sus creaciones de todos los tiempos. Así podría alcanzar Hispanoamérica el espesor temporal de una sociedad antigua, rei- vindicando como suyo todo el pasado español, por lo menos hasta el Cid»

(Los españoles, pág. 354, el subrayado es mío). La observación también vale para los brasileños, que así podrán dilatar en mucho el espesor temporal que reciben de la tradición portuguesa.


Cuando permitimos que la tradición nos posea, estamos perdidos, fosilizados, momificados para siempre, como los faraones de Egipto. La situación es diferente cuando somos nosotros los que poseemos a la tradición, porque entonces lo hacemos para encontrarnos a nosotros mismos en nuestro proyecto de vida. Nos apropiamos del pasado y de la tradición en nombre del futuro como material básico para construir nuestro <<será». Así tiene sentido la incorporación de aquel «espesor temporal» al que se refiere Marías, esa transfusión de pasado en las venas del joven Adán criollo para que pueda madurar con seguridad.

En una entrevista que concedió Julián Marías en 1980 a periodistas de San Pablo, cuando le preguntaron sobre la posibilidad de un pensamiento original latinoamericano, es decir, libre de «influencias europeas”, Marías respondió haciendo recordar que Unamuno, y sobre todo Ortega, son los primeros en crear una filosofía plenamente original en español. «Pero yo no atribuiría sólo a España esa filosofía, Creo que lo que pertenece a cualquier país hispano, pertenece a todos los demás, Que esta filosofía se origine en España по quiere decir que sea ajena a un mejicano, a un argentino o a un peruano... Yo lo veo así: la originalidad filosófica de Ortega es una originalidad no mera mente española, sino hispana, ibérica”. En otras palabras: la cultura hispana común llegó a la conciencia filosófica de España en el curso del siglo XX. Emergiendo en España, esa conciencia filosófica tiene validez para todo el mundo hispano, incluso para Brasil.

Ahora, si me lo permiten, quisiera dar mi opinión sobre el tema. Licenciado en Filosofía en 1955, conducido por maestros de rigurosa- aunque no inflexible - disciplina escolástica, sentí desde entonces la imperiosa necesidad de descubrir un punto de vista que permitiese interpretar al mundo a partir de nuestro nivel histórico presente, que no coincide ni con el horizonte cultural de la Edad Media, ni con el de los presocráticos, ni con el de Platón o Aristóteles y ni siquiera con las perspec- tivas más modernas de Descartes, Kant o Hegel. No faltaban filósofos contemporáneos ejemplares. Muchos estudiantes y estudiosos de Filosofía en Brasil y aledaños optaban por Bergson, el cual estuvo de moda por estos lares hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Había también un cuarteto respetable de maestros alemanes - Husserl, Max Scheler, Jaspers y, sobre todo, Heidegger- . En Inglaterra se reunían jovialmente Bertrand Russell y Whitehead. En Francia, un poco más adelante, estaban los prestigiosos y llenos de “charme gaudés”, Jean-Paul Sartre y Merleau- Ponty. Sin mencionar a Croce en Italia y a Dewey en Estados Unidos y a los nuevos intérpretes de Marx y a los pontífices del positivismo lógico. Entonces comenzaron a aparecer en Brasil, por todas partes, existencialistas, marxistas, positivistas lógicos, heideggerianos (fue uno de ellos mi amigo Vicente Ferreira da Silva, fallecido a los cuarenta y ocho años y llego casi a la genialidad). Algunos pocos privilegiados, después de pasar un periodo a la sombra de la Selva Negra o en las orillas del Sena, volvían a la tierra natal derramando sabiduría. Todo muy interesante, muy válido, algunas pocas vocaciones afirmándose con personalidad propia dentro de su filiación a los maestros franceses o alemanes. Pero precisamente el criterio de ta les filiaciones es lo que me parecía discutible. Así como no tenía sentido “adoptar”, en pleno siglo xx, a Platón, o a Santo Tomás, o a Kant, tampoco tenía sentido afiliarse a pensadores europeos sin ninguna afinidad histórica o cultural directa con nosotros, disciplinados por una larga tradición universitaria totalmente ajena a nosotros, con sus hábitos mentales rígidamente académicos, rumiando terminologías especializadas intraducibles. ¿Cómo iba a ser posible pensar brasileramente después de encuadrar en nuestra inteligencia es- quemas doctorales de filósofos germanos o parisinos?

No fue por opción libre y arbitraria por que me afilié a Ortega desde fines de la década del cincuenta. Seguí el pensamiento del maestro español, muy orteguianamente, porque él formaba parte de mi circunstancia. En primer lugar, por el idioma: el español y el portugués son lenguas contiguas, «translúcidos» entre sí, como dice Marías. Al circunscribir en claro español sus temas, Ortega evitaba que se tomase a las nubes por Juno, cosa muy común en el aprendizaje filosófico. Y, como la lengua materna es nuestra interpretación congénita de la realidad, pensaremos mucho más auténticamente cuanto más próximos estemos al idioma en que aprendimos a hablar. En segundo lugar, Ortega aborda los temas filosóficos no al nivel de la complejidad sistemática que asumieron en el curso de su evolución académica, pero sí al nivel del hombre que horroriza y maravilla con el espectáculo de la realidad. No comienza hablando de la diferencia entre el ser y el ente, o la distancia entre el «ser en sí», sino que toma al lector del brazo y lo invita amigablemente a meditar con él sobre la esencia del bosque como lo hace en su libro inaugural, Meditaciones del Quijote. Procediendo así, Ortega desciende al nivel del lector español poco preparado de su tiempo, que es el mismo del lector latinoamericano de hace treinta años, renovando al mismo tiempo el contacto del espíritu con la realidad sin la mediación de principios y métodos anacrónicos y estériles por su formalismo y especialismo. En tercer lugar, Ortega vino al encuentro del apetito de plasticidad y sed de imágenes de nuestra tradición barroca a renovar el estilo de exposición filosófica, dando al pensamiento expresión literaria sin perder nada de su agudeza, muy por el contrario se sirvió de número de imágenes y metáforas gran para purificar su rigor intelectual, como descubrió Julián Marías. En cuarto lugar, saturado de conocimientos, desde los griegos hasta las últimas emanaciones de inteligencia contemporánea, Ortega, con su notable cualidad didáctica, es un mediador riquísimo de información filosófica, y ofrece en sus páginas la visión panorámica de toda la filosofía, del espíritu y la historia de los sistemas, un verdadero baño de ilustración filosófica. En quinto y último lugar, porque aprovechando su situación de observador al margen de la filosofía europea, no involucrado directamente en sus movimientos, sino siguiéndolos a la distancia, Ortega tenía frecuentemente la oportunidad de superar con mucha anticipación el alcance de aquellos movi- mientos, indicando precozmente lo que tenían de positivo y de negativo. Ejemplo claro y brillante de esa magnífica libertad de conciencia fue la primera superación orteguiana de la fenomenología cuando apenas despuntaban las Ideen de Husserl, en 1913. En este año Ortega escribió una serie de tres artículos demostrando la imposibilidad de la reducción fenomenológica en la medida en que el yo que realiza la reducción, colocando «entre paréntesis» los actos de conciencia, es un yo que se muestra así, irreductible. Por tanto, la conciencia pura fenomenológica no existe, es una pesada herencia del idealismo, bajo la ilusión de «conciencia» lo que existe siempre es nuestro yo en permanente actitud ejecutiva, ocupándose con las cosas, viviendo, en suma, como diría más tarde en una fórmula definitiva, <yo soy yo y mi circunstancia».

Para el autor de este artículo, Ortega no fue una opción entre otras, sino una imposición de la circunstancia hispanoamericana junto con la lengua que se habla en Brasil y el conjunto de usos, creencias toda nuestra forma de ser, y pensar y sentir el mundo, esa forma radical e irrevocablemente hispana. Con Ortega estamos «en casa», perfectamente a gusto en el trato con los temas esenciales de la Filosofía, sin necesidad de acomodarnos cosa siempre discutible a otro idioma y, sobre todo, a otro lenguaje, otro estilo intelectual con el que no tenemos ninguna familiaridad previa, a priori. No podemos olvidar que la Filosofía es el esfuerzo que hacemos para hacer familiar el mundo desconocido, inseguro y agresivo en que vivimos.

Por tanto, se comprueba una vez más que la solidaridad con el español que tiene el estudioso de Filosofía latinoamericana no es algo abstractamente programático que tenga que ser hecho efectivo por razones de conveniencia o interés, en realidad, aquella solidaridad es constitutiva: debe ponerse en práctica porque ya preexiste en nuestra condición histórica y cultural, el que no la percibe es porque o ignora la que es a Filosofía o desconoce a Ortega (o por ambas cosas).

Otro tanto se podría decir de la solidaridad hispana en todos los demás sectores. Esta solidaridad debe constituirse en el programa para el futuro porque está en nuestro presente y en nuestro pasado, es y fue desde siempre una realidad, y sólo puede negarlo quien pretenda ignorar la realidad. El día en que comprendamos esto en su total plenitud, la comunidad hispana será, electivamente, una verdadera comunidad, en la acepción objetiva y subjetiva de la palabra.


G. DE M. K."


*Escritor.



Cuenta y Razón n.º 8 1982

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