miércoles, 28 de junio de 2023

Comentarios al libro de Julián Marías: "España inteligible"

 

España Inteligible

La importancia del último libro de Julián Marías, «España inteligible», así como su re­percusión en los distintos medios intelectuales y culturales nos ha inducido no sólo a consi­derarle como el libro del trimestre, sino también a sumar al artículo, especialmente escrito en esta ocasión, de Juan Del Agua, algunas de las críticas aparecidas en la prensa nacional acerca de él. Son puntos de vista diferentes, aunque coincidentes en la fundamental impor­tancia de «España inteligible». Creemos de esta manera haber prestado un servicio a los lectores habituales de nuestra revista.

J.T.

ESPAÑA INTELIGIBLE O EL FIN

DEL «PROBLEMA DE ESPAÑA»

JUAN DELAGUA

Julián Marías. Alianza Editorial, S.A., Madrid. 1985,424 págs.

Hay un aspecto de España inteligible, su carácter radicalmente novedoso, sobre el que es necesario insistir con prioridad, ya que su clara percepción constituye la clave de su comprehensión y, lo que es aún más importante, de la virtual realización de las posibilidades intelectuales e históri­cas alumbradas en él.

España inteligible es un libro de muy elevada altiplanicie. Que Marías cuente en él -a veces- cosas conocidas por todos, con insuperable claridad y sencillez narrativa, no debe inducir a engaño. Los datos pre­sentados no son «lugares comunes», sino algo bien diferente: hechos repensados desde su raíz y puestos en conexión recí­proca, es decir, hechos vivificados, con todo su espesor histórico, rezumando signi­ficación y sentido, prestos, por tanto, a servir de nivel sobre el que inventar el fu­turo.

La «filiación intelectual», proclamada tantas veces por el propio Marías puede servir de ayuda, si no se la entiende mal. Marías es el heredero de la espléndida tra­dición filosófica y literaria del siglo XX es­pañol. Entre En torno al casticismo de Unamuno y España inteligible median noventa años justos. Pero el último libro no consiste en la acumulación de las inter­pretaciones aparecidas en ese lapso de tiempo. Las incluye a todas, pero va más allá de ellas. Marías es un heredero que ha hecho suya dicha tradición, pero además la ha ampliado, enriquecido, le ha dado un alcance más hondo, en el transcurso de medio siglo de reflexión filosófica expresa­da en más de cincuenta libros. La obra de Marías viene, pues, de las tres o cuatro grandes generaciones que le han precedi­do, pero va hacia sí misma, a crear e insta­larse en un nuevo nivel. La «filiación inte-

Cuenlay Ra:ón, núm. 20 Mayo-Agosto 1985

lectual» es, por tanto, la otra cara de la continuidad creadora.

Pues bien, desde ese nivel propio y de las categorías históricas elaboradas en libros anteriores, y que crean una nueva perspec­tiva, es desde donde hay que situarse para pensar en el alcance de España inteligible y comprender su sentido. Lo cual quiere decir que, aunque sea de un modo muy so­mero, cada lector tiene que conquistar previamente el nivel intelectual desde el que está escrito esta original visión de Es­paña. Adviértase que este nuevo «punto de vista» es el que permite que los hechos his­tóricos se clarifiquen, que la visión incom­pleta, incoherente, conflictiva, anormal e incomprensible de la historia de España sea remplazada por otra que nos la haga entender, Y en este sentido puede decirse que el libro de Marías es un libro liberta­dor. Libertador de una imagen falsa de no­sotros mismos, incrustada en la sociedad española desde hace demasiado tiempo, y que no proviene sólo de la inadecuación de los métodos y del deficiente plantea­miento de los problemas de nuestra reali­dad histórica, sino también de la ignoran­cia, la mala fe y el deseo deliberado de confundirlo todo, de crear una «historia-ficción» para nutrir con ella enconados re­sentimientos, fomentar viejas esquizofre­nias y facilitar el auge de intereses inconfe­sables. Y ello, a pesar del formidable au­mento de estudios serios sobre nuestra his­toria desde hace más de setenta años.

No se piense, sin embargo, que este la­mentable estado de cosas sea privativo de España. Basta abrir una historia reciente de cualquier otro país de Europa para dar­se cuenta de que la confusión, la arbitra­riedad y el más denso galimatías son hoy «les choses les mieux partagées». Y mien­tras el hombre occidental no haga un enér­gico esfuerzo para sacudirse el desprecio hacia sí mismo que tal falta de claridad so­bre su propia historia implica, andaremos en las mismas, por no decir cada vez peor. He insistido anteriormente en el con­cepto nivel. Ahora bien, implica éste un camino de acceso a él y ciertos supuestos

que llevan a su construcción. La preten­sión primaria es el anhelo de la autentici­dad de la vida; viene después, el cumpli­miento de las condiciones de ésta: la bús­queda de la verdad, firme y justificada, que procura la filosofía, esto es, el saber radi­cal o descubrimiento de los ingredientes constitutivos de la realidad. Ingredientes que se encarnan en las raíces concretas de las que brotan las civilizaciones. La nues­tra, la occidental, se ha ido levantando so­bre cimientos griegos, romanos y judeo-cristianos, cuya definición más precisa es la vida como verdad, como libertad y con sentido perdurable, y cuyo crecimiento exige una constante vivificación y ahonda­miento de dichas raíces.

Tenía Marías diecinueve años cuando escribió en sus Notas de un viaje a Oriente (1933)1: «Es necesario poner bien en claro lo helénico y lo hebreo, no por interés eru­dito, ni siquiera histórico, sino por poder desplegar con plenitud, conscientemente, todo nuestro ser, y no llevar dentro de no­sotros regiones oscuras y abandonadas. El viaje es, pues, vertical, hacia lo hondo de nuestros espíritus. Viaje de exploración penosa y difícil, de interés angustioso y ur­gente».

El punto de partida es el presente, «an­gustioso y urgente» y la pretensión, de vi­vir con «todo nuestro ser», con plenitud y conciencia, es decir, de fundar la vida en razón, De ahí la inmersión vertical hacia sus raíces para poder dar a la vida forma definida y clara, patentizar su verdad. Via­je, por tanto, de ida y vuelta: del problema de la realidad a la vivificación de los prin­cipios, y desde ellos a aquélla para darle plenitud de significado.

En estas líneas primerizas están ya anunciadas las trayectorias de Marías, es­bozado el «camino penoso y difícil» que le va a llevar, a lo largo de más de medio si­glo, a la atalaya desde donde se percibe el gran ser, orgánico y vivo, de España. Por­que la vida de las sociedades, de las nacio­nes, aunque en otro grado que la personal, es también vida humana. Vida de ritmo mucho más lento que la personal, decan-

'Carlos A. del Real, J. Marías, M. Granell. Juventud en el Mundo Antiguo. Madrid, 1934. p. 195.

tación de las vidas pasadas en las que las presentes se apoyan y nutren para realizar su destino, vida cumplimentada que espe­ra su renovación de las vidas individuales a través de la vocación específica de cada cual. La sociedad sostiene al individuo, le condiciona y configura de modo decisivo, pero es éste el que mantiene en vida al gran cuerpo social que le porta. Por eso se pue­de aplicar, con las debidas precauciones que señala Marías, las categorías de la vida humana a la vida de las naciones: el proyecto colectivo que la configura, su haz de trayectorias, los personajes con que convive -las otras naciones- en el mismo ámbito de civilización, el argumento del proyecto, cuya trama se entreteje con el de los demás. Lo importante no son, por lo tanto, los datos -son indispensables, que es bien distinto-, sino los proyectos que se revelan con ellos. Lo que busca Marías no es descubrir datos nuevos, sino hacer inte­ligibles los ya conocidos, es decir, mostrar «los nexos entre los sucesos que integran la historia española, el horizonte de posibili­dades ofrecidas en cada situación decisiva, la pluralidad de trayectorias abiertas y de la que en cada caso fue realmente elegida y, en otra medida realizada o frustrada». La finalidad de Marías es revelar el argu­mento de nuestra historia, poner al descu­bierto su continuidad creadora mayor o menor, para así poder renovar el proyecto originario que la informa. Su punto de partida es como siempre «circunstancial», es estructural hic et nunc, en este caso la fase de la historia de España comenzada en 1975, que reclama imperiosamente «te­ner en claro lo que hemos sido, lo que so­mos, lo que podemos ser, lo que tenemos que ser -si queremos ser nosotros mis­mos». Dicho con otras palabras: Marías necesita «dar razón de España» para que pueda seguir existiendo España, para con­tinuar la historia de España. Y eso sólo puede hacerse desde la raíz -las raíces de que nuestra historia surge-, pues se trata de hablarnos de la razón del camino anda­do para esbozar los rasgos del que tenemos que andar. Esto explica que Marías no se ocupe de estadísticas -o sólo mínimamen­te-, ni de datos que no sean plenamente significativos y relevantes. Lo que hace es

algo nuevo: contarnos la historia de un des­tino, el nuestro. El que «nos empuja desde el pasado y nos remite al horizonte de nuestro porvenir».

Una vez enunciado el propósito que le anima y el método que va a seguir, la ra­zón histórica, esto es justificar con la pro­pia razón intrínseca de los hechos lo que nos va a narrar, Marías denuncia la su­puesta anormalidad de España, anormali­dad que suele fundarse en la errónea inter­pretación de los grandes acontecimientos o hechos peculiares de nuestra historia: los Moros, la Inquisición, la supuesta destruc­ción de las Indias, la Decadencia -sempiterna, claro- y el Mosaico de «na­ciones» bajo la férula del Estado español. Subraya, además, la incoherencia del difu­so «progresismo» actual, verdadera fuite en avant por aversión a las condiciones in­trínsecas de la realidad, ya que al posponer a un mañana paradisiaco el advenimiento de la Realidad, vacía de contenido y signi­ficado todas la épocas anteriores, inclusive las que han de venir, y convierte la historia humana en un «rupturismo» perpetuo y un «utopismo» atemporal y por consi­guiente, aniquilador. El hombre, responde Marías, es lo contario de eso: es proyecti-vo, innovación radical de realidad, alum­bramiento, descubrimiento inventivo de posibilidades originales, continuidad creadora. Ha surgido en un momento pre­ciso de la Creación y con él ha hecho su aparición el tiempo, la marcha cadencial, zigzagueante e insegura, hacia una Eterni­dad postulada en cada instante, cuya Fina­lidad, sumida en el misterio, no nos ha sido revelada aún. El cristiano sabe que el mal no prevalecerá y que el hombre está destinado a la participación de la vida Di­vina, pero nadie conoce los designios de la Providencia. La filosofía de nuestro tiem­po, empero, ha descubierto que vivir es in­ventar, alumbrar realidades nuevas, enri­quecimiento progresivo de sí, un conser­var y añadir cuyo anhelo de perduración se encuentra en el núcleo constitutivo de la vida.

Desde esta interpretación de la realidad, ratio extraída por análisis de la misma vida, Marías reconstruye el proyecto his­tórico de España y las trayectorias reales, las posibles y las efectivamente recorridas, que le constituyen. Enunciado de la mane­ra más suscinta, el proyecto histórico de España viene de la Hispania romana y está constituido por la pretensión, renovada y explícita, a lo largo de los siglos, de conser­var, transformar y enriquecer, a través de la interpretación cristiana del mundo, el legado de la civilización grecorromana. Esta aspiración a la ejemplaridad, a con­vertir la norma y el ideal en costumbre cotidiana, se inicia con los visigodos en una forma original y, con sus altos y bajos, continua aún en nuestros días. Esta aspira­ción es la que trata de repristinar Marías a la luz de la filosofía, de la nueva idea de la realidad descubierta, precisamente en Es­paña, en este siglo, y que al final de su li­bro, como justificación racional de su na­rración, define en estos términos: «Es una interpretación personal del hombre, capaz de entender la realidad, autor y responsa­ble de sus actos, libre, obligado a elegir en cada momento, porque su vida no le es dada hecha y tiene que hacerla con las co­sas; que tiene que justificar su elección, y para ello tiene que pensar; que, por consi­guiente, es bueno o malo, no determinado por un sistema de instintos sino por una decisión suya y motivada; que puede ser feliz o infeliz; que quiere seguir viviendo indefinidamente, sin renunciar a proyec­tar». Ahora bien, añade, «la interpreta­ción cristiana coincide literalmente, desde una perspectiva religiosa, con esa visión de la realidad, a la cual añade otros rasgos, derivados de la Revelación. De hecho ha sido la religión cristiana la que ha hecho participar a millones de hombres durante casi dos milenios, de esa versión de lo real».

La novedad esencial, fecundísima, de España inteligible se encuentra en estas lí­neas que he transcrito. Me ha parecido más importante insistir en ellas que resu­mir malamente lo que ha sido en su con­creción histórica el proyecto milenario de España, que el lector encontrará en la re­fulgente prosa de Julián Marías. Si «la in-

terpretación cristiana coincide literalmen­te» con la más honda y radical interpreta­ción filosófica de la realidad, ello quiere decir que hay que reescribir la historia no sólo de España, sino de Occidente, a través de la óptica de la nueva filosofía. Óptica, cuya finalidad es bien patente en España inteligible, pero, como subraya el propio Marías, «cuya teoría apenas está elabora­da». De ésto se sigue que su elaboración está íntimamente ligada a la índole de los problemas históricos que esta obra plan­tea. La razón históricanoes una construc­ción a priori, sino que su lógica emana de la razón de la propia vida. Por eso es en su sentido más hondo aletheía, descubri­miento, patentización de la consistencia, verdad según se entendió originariamente en Grecia.

La reinterpretación de la historia de Es­paña y de las demás naciones de Occiden­te, en cuyo ámbito de civilización convi­ven todas, tal es la tarea que postula Espa­ña inteligible. Se entiende desde la nueva visión de la realidad ensayada en este libro de Marías. Pues, el esclarecimiento total del «problema de España» lleva a otro, del que el primero no es más que un ingre­diente: el problema de Occidente, de un Occidente que ha perdido sus raíces, o que si aún las tiene presentes, no sabe cómo re­novarlas, vivificarlas, redescubrir su senti­do. En España se han elaborado los méto­dos que permitirían salir del atolladero, pero pocos -empezando por los propios españoles- parecen haberse percibido de ello. Va siendo urgente que aprendamos a promocionar nuestras riquezas intelectua­les, sin nacionalismo ni espíritu provincia­no, pues ambos son los dos grandes des­tructores de la nación, pero sin desmayo.

La empresa será larga, difícil. No sólo habrá que tomar posesión de muchos sa­beres y tener espíritu inventivo, sino algo previo y más importante aún: abandonar el estado de error en que vivimos, abrir un corazón limpio a las sugestiones de la rea­lidad, rehacer el fondo de sentimientos elementales -piedad, respeto a las cosas y a la vida, anhelo de perfección- sobre el que se apoya la vida para subsistir. No es fácil que se produzca masivamente esta «conversión». Sería interesante preguntar-

se por qué. Más tampoco es improbable que las almas más despiertas arrastren con su ejemplo a una inmensa minoría si sa­ben perseverar. Todo dependerá de la de­cisión que cada cual tome en lo más pro-

fundo de sí: vivir con sentido y esperanza, o abandornarse al flujo caótico de nuestro tiempo que está cavando la fosa de nuestra civilización.

J.delA.

JULIÁN MARÍAS, CONTRA EL IRRESPONSABLE

REVISIONISMO* CARLOS SECO SERRANO

Decir de un libro en fase de lanzamiento que «su publicación era necesaria» puede parecer un tópico. En el caso de La Espa­ña inteligible, última obra de Julián Ma­rías, la afirmación responde, sin duda, a una realidad. Urgía «poner las cosas en su punto», clarificar los múltiples análisis sesgados de la realidad histórica española, apelar pura y llanamente a la cordura, al sentido común, para superar las tensiones innecesarias, más debidas a la pasión que a un conocimiento en profundidad. En el ra­pidísimo proceso de refacción de España -por utilizar un término azañista- que ha significado la modélica transición a la de­mocracia, nos hemos enfrascado en un re­visionismo, a veces irresponsable, de todo el ser -social, cultural, histórico- de nues­tro país, análisis que ha resultado a veces absolutamente excesivo en cuanto a su­puestos y conclusiones. La reacción contra el franquismo y contra la peculiar inter­pretación franquista de la realidad de Es­paña se ha traducido con demasiada fre­cuencia no ya en una salvación de lo que aquél condenaba al entenderlo como anti­España, según su peculiar visión mani-quea, sino en un nuevo maniqueísmo de signo contrario, o, lo que es peor, en una negación cerrada de todos los valores que el franquismo defendía: negación mucho más monstruosa que el maniqueísmo, en cuanto fraude histórico. Cuando, no hace

* Publicado en El País el día 21 de julio de 1985.

mucho, Heribert Barrera llegaba a decir una barbaridad como ésta: «Los catalanes tienen que felicitarse porque cuanto más europeos seamos menos españoles sere­mos», estaba cayendo de lleno en el fraude basado en ignorancia deliberada. Estaba, pues, apuntando la necesidad, la oportuni­dad de un libro tan sensato como el de Ju­lián Marías, que no es, propiamente, un li­bro de historia, pero sí un libro empapado de historia; un libro que no nos cuenta co­sas, sino que nos explica con seriedad, con responsabilidad cosas ya contadas según criterios que nada tienen que ver con la objetividad histórica.

Universalidad

Marías habla de España como proyecto o del proyecto de España, y en esa expre­sión envuelve tres realidades innegables: la temprana integración de Hispania como unidad, su europeísmo -no sólo como hecho geográfico, sino como volun­tad y como esfuerzo-, su universalidad transeuropea (España no puede ser enten­dida plenamente sino en la superior di­mensión de las Españas, como puente en­tre dos continentes).

Hispania -la fundición, en un crisol lin­güístico, cultural, jurídico, de la diversi­dad informe anterior al siglo I- es obra es­pléndida de Roma; pero también supone, incluso ya romanizada, una peculiaridad bien definida dentro del imperio -y de

aquí su encuadramiento en el concreto marco de una diócesis, la diócesis hispáni­ca-. Marías acierta a subrayar la impor­tancia del capítulo visigodo -a partir de la plasmación del reino de Toledo-. Hace al­gunos años estuvo de moda -bajo el im­pulso de larvadas motivaciones secesionis­tas- hablar simplemente del epigonismo visigodo, con lo que se pretendía reducir al mínimo el significado de aquel periodo histórico, entendiéndolo como simple prolongación del bajo imperio. Pero tam­bién es cierto que fue un gran medievalista catalán, Ramón de Abadal, quien puso de relieve, allá por los años sesenta -con oca­sión de un coloquio celebrado en Paler-mo-, la verdadera significación histórica del legado visigótico; esto es, el alumbra­miento de un primer bosquejo de Estado -una monarquía, un reino- sobre el am­plio ámbito de la antigua diócesis hispáni­ca, punto dé referencia que no desaparece­ría del horizonte cristiano peninsular du­rante toda la etapa reconquistadora.

Quizá la parte más notable del libro de Marías sea la dedicada a desentrañar el significado de nuestra prolongadísima Re­conquista. Porque durante ella se afirma la vocación europeísta -cristiana- de los que resisten a la islamización: en efecto, los primitivos núcleos cristianos que lu­chan contra los invasores -en Cantabria y en los Pirineos- se afirman como euro­peos, recuperan trabajosamente su ser eu­ropeo en una pugna secular, con un esfuer­zo que no ha sido necesario a los otros pueblos de Europa (y algo similar ocurre con los mozárabes sumergidos en el emi­rato cordobés). Esa afirmación europea y cristiana se realiza en el molde de un proyecto de España, impulsado primero por la acción dispersa de los núcleos re­conquistadores y resuelto luego a través de un proceso de incorporaciones sólo ulti­mado en el tránsito del siglo XV al siglo XVI.

Tal vez Marías desestime en exceso el factor islámico en la plasmación de la rea­lidad española. Y sin duda le acompaña la razón cuando recuerda la escasa entidad demográfica de las aportaciones árabes y beréberes a la etnia peninsular. Pero en cuanto al significado de la proyección cul­tural islámica, voy a permitirme subrayar

dos cosas. En primer lugar, el hecho de que la convivencia y la guerra -en alterna­tivas prolongadas- de musulmanes y cris­tianos, en nuestro suelo, por ser fenómeno único en el conjunto de los pueblos euro­peos, introduce, desde luego, elementos diferenciadores: no ya sólo en aquellas zo­nas geográficas insertas durante más largo tiempo en el molde hispánico, sino en los nacientes reinos cristianos; la guerra de fronteras, y el peculiar asentamiento pos­terior en las zonas más próximas al enemi­go, implican el desarrollo de una sociedad y de una economía fuertemente diferen­ciadas de las que caracterizan a los otros pueblos europeos. Piénsese en lo que sig­nifican las repoblaciones sistemáticas -estudiadas por Sánchez Albornoz- me­diante la aprisio, y en la constelación de pequeños propietarios libres a que aqué­llas dan lugar en las zonas del norte del Duero, precisamente cuando en el resto de Europa cristalizan las grandes propieda­des agrarias basadas en un sistema de ser­vidumbre respecto a un noble propietario.

La «leyenda negra»

Piénsese, en fin, en el despliegue, a lo largo y a lo ancho de la meseta peninsular, de una sociedad señorial muy diversa de la sociedad feudal articulada al norte de los Pirineos. En segundo lugar, esa conviven­cia ya señalada se traduce, a partir del si­glo XI -es decir, cuando el signo de la lu­cha reconquistadora favorece, de forma irreversible, a los cristianos-, en un trasva­se de la cultura árabe escrita, entonces en su apogeo, al cauce lingüístico del latín, a través de las escuelas de traductores (no sólo la célebre de Toledo, sino también las que surgen en la frontera noreste, en los cenobios catalanes, según estudió en su día Millas Vallicrosa). Bueno será añadir, para completar la tesis de Marías, que ese trasvase tuvo también carácter de recon­quista, puesto que, en realidad, la cultura árabe hunde sus raíces en el legado del mundo helenístico, solar geográfico del imperio islámico. Es la especulación filo­sófica, matemática, astronómica de las viejas cortes helenísticas -en la plenitud del mundo clásico-, la que se vierte al ara-

be o se glosa en árabe a partir del siglo VIII, y la que se recupera para la Europa heredera de Grecia a través de Roma, en las escuelas de traductores españolas. Es­tas traducciones-o retraducciones— penin­sulares vienen a fecundar, en las nacientes universidades europeas, el primer Renaci­miento (siglos XII-XIII). Símbolo máximo del momento es el rey castellano Alfonso X, una de las cumbres del europeísmo es­pañol.

Marías ha sabido ver muy bien que el proceso incorporativo -no conquistador-definido por el proyecto de España, culmi­nante en la unidad peninsular por obra de los Reyes Católicos, prolonga su vigencia en la proyección hispánica sobre el inmen­so ámbito americano. Porque la articula­ción de las Españas de ultramar nada tie­ne que ver con el posterior modelo colo­nialista de los imperios forjados por otros países europeos en el siglo XIX. Sigue siendo cierta la afirmación plasmada en un libro de Ricardo Levene: «Las Indias no eran colonias». Ampliaron en virreina­tos, audiencias, capitanías el proyecto es­pañol, según su primera fórmula peninsu­lar; abrieron en abanico la convivencia en unidad de una respetada diversidad.

El análisis que Marías hace de la leyen­da negra -cuya peculiaridad española consiste en el hecho de que, «partiendo de un punto concreto, que podemos suponer cierto, se extiende la condenación y desca­lificación a todo el país a lo largo de toda su historia, incluida la futura»- me parece magistral, y puede servir de objeto de me­ditación positivo para quien se adentre en el problema, indudable, de esa prevención, esa reserva con respecto a España tan fre­cuente en nuestros vecinos europeos, y en el otro problema, no menor, que supone el reflejo de tal realidad negativa en los pro­pios españoles. Disiento, sin embargo, en la reducción de la figura del padre Las Ca­sas a su significado de artífice -o principal artífice- de la leyenda, magnificada en el ámbito americano: la consideración nega­tiva no debió nunca olvidar el reverso -o el anverso- altamente positivo de Las Casas, en cuanto inspirador de lo más valioso de la acción española en las Indias, según lo han puesto de relieve investigadores obje­tivos como el norteamericano Lewis

Hancke o los españoles Giménez Fernán­dez y Juan Pérez de Tudela. Las Casas es, ciertamente, el autor de la disparatada Brevísima relación de la destrucción de Indias, pero este malaventurado opúsculo nunca se pensó para ser publicado y me­nos para servir de instrumento difamador a los enemigos de España. Las Casas lo utilizó como palanca, a fin de mover la atención y la consideración del Consejo de Indias y del propio emperador hacia los contrastes negativos de la fabulosa con­quista americana -la institución de la en­comienda, convertida en factor de esclavi­tud del indígena-. La publicación -que no dependió de la voluntad de Las Casas- se tradujo en contra del buen nombre de Es­paña; pero los frutos obtenidos por el im­pacto de las impugnaciones lascasianas entre las autoridades americanistas a las que se encaminaban aquéllas trajeron como consecuencia el mejor legado de Es­paña a las Indias: la política persistente de protección a los nuevos subditos de la Co­rona, y ese monumento jurídico inmarce­sible que son las Leyes de Indias. Es más: las apasionadas acusaciones del célebre dominico no provocaron la proscripción de éste, sino su promoción a la nueva dig­nidad de defensor de los indios -lejano an­tecedente de los defensores del pueblo ac­tuales-, y el báculo episcopal -el obispado de Chiapas-. Es así como, donde pudo es­tar el origen de la mala imagen de España según uno de los capítulos de la leyenda negra, hallamos hoy la clave de su mejor imagen ante los criterios de un mundo que se dispone a conmemorar el quinto centa-nario del descubrimiento. El apóstol de los derechos humanos fue español, y le respal­dó y exaltó la propia Corona, a la que se había permitido llamar al orden: el orden de la libertad y de la justicia debidas a sus nuevos subditos.

Estados satélites

Lúcido y penetrante es el análisis y la posi­tiva valoración que Marías hace de la Ilus­tración española y del siglo XVIII español en su conjunto. «Por primera vez en su historia», escribe, «España se convierte en proyecto de sí misma. Quiero decir que lo

que España propiamente hace, sobre todo entre 1714 y 1788, es España, su propia realidad». Marías había escrito ya un bri­llante ensayo sobre la España posible en el reinado de Carlos III. La estimación de este equilibrado racionalismo español -no reñido con el significado cristiano de toda la tradición cultural que llega hasta el Si­glo de las Luces-, del desarrollo y poten­ciación de las Espafías -el siglo XVIII es el gran siglo de Hispanoamérica- en la época áurea de los primeros Borbones, se con­trasta, no obstante, con el primitivo y ge­nuino proyecto español: resultado quizá de una insoslayable realidad europea y de ese examen de conciencia que los españoles viven a raíz de su primera gran guerra civil (la guerra de Sucesión a escala internacio­nal). Por lo demás, no creo yo tanto en el aislamiento progresivo de España durante el siglo: pienso que la política de los pactos de familia (en sus dos versiones, la de Feli­pe V y la de Carlos III) no es otra cosa que un instrumento diplomático al servicio del doble frente reivindicativo creado por !a paz de Utrecht: el italiano -frente a Vie-na-; el propiamente español (Gibraltar, Menorca), comercial y trasatlántico -frente a Londres-. En los pleitos -europeos, coloniales- entre Francia e In­glaterra, entre Austria y Prusia, España sólo intervino para aprovecharlos a favor de la apertura de frentes reivindicativos propios. El resultado se tradujo en la crea­ción de los Estados satélites en Italia y en la recuperación de Menorca; en la integra­ción del golfo de México (Luisiana, Flori­da) bajo la Corona.

La guerra de la Independencia tuvo también su anverso y su reverso. Fue, una vez más, afirmación de España y de su unidad, como réplica a una intolerable imposición extranjera. Fue la última gran salida de España a Europa: primero, como estímulo a la resistencia contra el imperio bonapartista; después, como alumbradora de un código de libertad, la Constitución de Cádiz, que vino a desplazar del hori­zonte progresista la tradición de los textos constitucionales acuñados por la gran re­volución. Pero en sus últimas consecuen­cias implicó, aparte de una ruina econó­mica que era la contrapartida de los logros carloterceristas, la apertura del ciclo de las

guerras civiles que sirven de eje político a nuestra época contemporánea y el desmo­ronamiento del gran proyecto vinculado a la España transeuropea. (Me permitiré re­cordar que será Blanco-White el artífice frustrado de una posible adaptación de ese proyecto a la nueva realidad creada por la invasión napoleónica en la España penin­sular).

Puntos clave

Aparte la claridad con que Marías seña­la el problema medular de nuestro siglo XIX -la desorientación que supuso acep­tar la descalificación exterior, la pérdida de confianza en la propia entidad, que lle­varía a tomar lo inferior como superior, la regresión como progreso-, entiendo que quizá resulte demasiado simplista el cua­dro en que el autor resume la evolución política de aquella centuria: una sucesión de espasmos agotadores que harán desea­ble incluso el marasmo de la Restaura­ción. Pero no es éste el lugar para un análi­sis del auténtico anverso y reverso de la obra de Cánovas -a mi entender, todo lo contrario de un marasmo-, sobre todo te­niendo en cuenta que el propio Marías ha sabido superar en este caso los juicios ne­gativos —sin perspectiva- de la famosa ge­neración de 1914.

La parte final del libro recoge los puntos claves de la larga exposición precedente, para subrayar la vitalidad histórica de Es­paña, «inventora de la nación en el sentido moderno de la palabra y de la supernación (unión de pueblos agrupados en el proyec­to común de la Monarquía hispánica)», y la posibilidad de una actualización de ese proyecto.

Creo -vuelvo a subrayarlo- que La Es­paña inteligible llega en el momento más oportuno. Su lectura permitirá al español de hoy situarse en una realidad -la suya-perfectamente asumible, perfectamente confortadora: le dará, sobre todo, el talan­te moral necesario en el momento históri­co de nuestro regreso a Europa: a la Euro­pa del siglo XX.

c.s.s.

ESPAÑA INTELIGIBLE. RAZÓN HISTÓRICA

DE LAS ESPAÑAS*

JOSÉ LUIS PINILLOS

España necesitaba un libro así, un libro de pensamiento histórico que, en vez de seguir flagelando el alma de los españoles a cuenta de los enigmas, desventuras y contradicciones de su pasado, se decidiera a poner luz en las tinieblas, sentido en el absurdo y orden y forma en ese salpicón de hechos que, con frecuencia, aparenta ser el pasado de nuestro pueblo. Claro que para dar cima a semejante empeño era menes­ter una muy singular conjunción de los as­tros; hacían falta materiales que antes no existían, conocimientos muy amplios y, asimismo y sobre todo, alguien que dispu­siera, entre otras cosas, de las categorías intelectuales precisas para poner en cone­xión la multitud de elementos dispares y dispersos que cruzan los siglos de historia de una nación como la nuestra. Era me­nester, en suma, contar con un pensador capaz de dar sentido a lo que entra por los sentidos, es decir, capaz de componer con los hechos el argumento de un gran drama histórico, de ejecutar con los datos la ope­ración de entender, de leer lo que hay den­tro, para finalmente situar en la vanguar­dia del protagonismo histórico las accio­nes con que los países labran su fortuna, o su desgracia. Se necesitaba, en fin, que al­guien nos contara, sin perder el hilo del drama ni extraviarse en el fárrago de los detalles, el argumento de España, las trayectorias y episodios principales de su decurso -storia rerum gestarum- hasta de­sembocar por último en las posibilidades de futuro que entreabren puertas al pre­sente. Se necesitaba todo esto, y Marías lo ha hecho.

* Publicado en ABC el día 1 de junio de 1985.

¿Y cómo lo ha hecho? Por supuesto, con infinito talento y saber, pero además con un método propio, para el cual los datos históricos vienen a ser la materia prima de la investigación. Los datos de la España inteligible no son nuevos; no los ha descu­bierto el autor; estaban, pero no funciona­ban. Ha sido la luz de la razón histórica la que los ha puesto en relación de sentido y ha revelado sus conexiones. A juzgar por los resultados, el método utilizado en este libro -la lectura del pasado de España des­de la razón histórica- no puede ser más fe­cundo. Por lo pronto, nos hace reparar en que las interpretaciones que se manejan acerca de un país ,España como enigma, como laberinto, como paradigma de la in­transigencia o Dios sabe qué, forman parte de la realidad de ese país, es-decir, de la so­ciedad que lo integra. En buena medida, nos viene a decir el autor, lo que una socie­dad piensa de sí misma repercute en su comportamiento. Más aún, «el hombre es la única realidad que consiste en la inter­pretación de sí misma». De ahí que, hasta cierto punto, lo que los hombres imaginan acerca de ellos determina lo que hacen y, a la postre, lo que terminan siendo. Lo cual, por otro lado, agrega Marías, reviste ca­racteres gravísimos cuando esas interpre­taciones, como de hecho ocurre en nuestro caso, proceden de fuera de la propia na­ción, representan los puntos de vista de otros pueblos que no siempre nos contem­plan a través de la óptica de la amistad y que, de todos modos, acostumbran a ser superficiales, o parciales, en sus juicios. Se trata, por lo común, de percepciones y teo­rías que tienen mucho de prejuicio; son casi siempre interpretaciones fundadas en

anécdotas curiosas que se elevan luego al nivel de categoría y son «redondeadas» para que queden mejor. Buena parte del halo de «extrañeza» que envuelve a Espa­ña, señala Marías, mucho del carácter irracional que parecen poseer tantos epi­sodios de su historia, y la totalidad, desde luego, de los tópicos que tomamos por evi­dencias irrebatibles acerca de nosotros mismos, buena parte de todo eso, insisto, se debe justamente al hecho de que son puntos de vista ajenos que, al ser asumidos y tomados como propios, nos distancian de nosotros mismos, falsifican nuestra rea­lidad, nos alejan de nuestra historia: nos alienan.

Marías, en definitiva, relee los hechos históricos desde unas categorías antropo­lógicas -sostenidas en buena parte por su Antropología metafísica- que tienen en cuenta figuras como el proyecto, la ilu­sión, la esperanza, y a la postre, valoran el cometido que lo «irreal» desempeña en la realización de la persona humana. Por ex­traño que esto pudiera parecer a algún po­sitivista trasnochado, debo decir, sin em­bargo, que, psicológicamente, la opción teórica de Marías se alinea con lo más avanzado de la psicología cognitiva actual, que asume que el ser humano responde no tanto a lo que son en sí mismas las cosas como a la representación que se forma de ellas, a lo que son para él. Y por si lo psi­cológico no importara mucho, al no perte­necer la psicología a las ciencias más du­ras, habría que añadir que ese «escandalo­so» irrealismo de Marías encaja a la per­fección con el pensamiento físico de un Ilia Prigogine, para quien, como para von Weizsacker, es evidente que principios es­tructurales incorpóreos determinan la or­ganización material de los cuerpos físicos y sus comportamientos. Lo cual, para mí al menos, parece sugerir que el golpe de timón que Marías ha dado al relato histó­rico se acompasa extraordinariamente

bien con lo que acontece en la vanguardia de otras ciencias.

En cualquier caso, los frutos de la apro­ximación raciohistórica que hace el profe­sor Marías al conocimiento de España son, en realidad y de verdad, espectacula­res. Desde el primer momento queda prendido el lector en la trama histórica del relato, y sorprendido luego una y otra vez por el desmontaje de los tópicos que hasta ahora han venido circulando, y siguen, so­bre cuestiones capitales que afectan a la imagen que el español tiene de sí mismo, que atañen a la identidad nacional y a las posibilidades de futuro del país. Yo he de confesar que me ha impresionado mucho la forma en que Marías aborda cuestiones como la Leyenda Negra, el supuesto atra­so secular del pueblo español, su pretendi­da intransigencia y ferocidad, el problema de la Inquisición, el del origen de España y su Reconquista, y la increíble obra civili-; zadora de España en América.

Pero nada de lo que yo pueda decirles, por mucho calor que ponga en ello, les dará una idea adecuada de la creatividad y riqueza de los replanteamientos históricos que hace Marías, de la garra intelectual que poseen sus críticas, o de la continui­dad y el drama que tiene el argumento que no es otro, claro, que el drama de nuestras propias vidas, la de cada cual y la de todos, y en definitiva la de España entera, desde sus raíces más remotas hasta el mañana que aún está por construir. No hace mu­cho, en fin, y refiriéndome a otra obra de Marías, escribía yo que aquel libro tenía mucho de antropología terapéutica. De historia terapéutica, además de inteligen­te, calificaría también ahora a esta España inteligible, que pronto pasará a ser una Es­paña entendida y admirada por los incon­tables españoles que van a leerla, estoy se­guro, con igual avidez y entusiasmo que yo acabo de hacerlo.

J. L. P.

¿ES ESPAÑA INTELIGIBLE?* JUAN ROF CARBALLO

¿Puede entenderse Jo que es España? ¿Podemos entendernos los españoles a no­sotros mismos? Este es el tema, de gran en­vergadura, que plantea, inclinándose ya desde el primer momento por la afirmati­va, el pensador español Julián Marías. Esto es: ¿Puede España ser reducida a un ente de razón, a cosa que la razón explica? «Razón histórica de las Españas» es el subtítulo de este libro de Marías. Libro que sacude, que nos sacude a todos. Que cae como una piedra en un estanque susci­tando ondas. Que renueva viejas agitacio­nes que han removido las aguas de la con­ciencia y del subconsciente hispánico en todas las épocas. Libro que concierne a un tema eterno y que, por tanto, es de la ac­tualidad más viva, la que nunca pasa.

Ya los términos «razón histórica» y «de las Españas» señalan el cauce del libro. Es­paña ha de explicarse por la razón, y esta razón tiene una base histórica. Además, no basta con explicar la España que se cir­cunscribe dentro de la piel de toro de la Península. España no se entiende sin «las Españas», sin las naciones que ha hecho surgir al otro lado del Atlántico o al borde de otros mares. Es más, para Marías Espa­ña comienza a entendérsela a partir de hoy, de este justo momento. En el que Es­paña, al incorporarse a Europa, muestra al mundo que ella ha sido la inventora de la supernación, de una entidad que cabalga sobre dos mares y que responde a un proyecto común.

Libro tan importante el de Marías que sería injustísimo tratar de exponer en resu­men sus ideas, muy hondas y originales.

Quede, pues, sentado que estas líneas

* Publicado en ABC el día 1 de julio de 1985.

que ahora escribo son la primera resonan­cia que ha despertado en mi ánimo -o en mi ánima, esto es, en lo más profundo de mi ser- el libro de mi admirado amigo. Tiempo habrá en otra ocasión de ocupar­nos de sus ideas, de su idea de «las Espa­ñas» como proyecto histórico, con el que han sido injustos propios y extraños. Por el momento, prudentemente, acerquémo­nos a él como hace el cazador con la pieza peligrosa poniendo enjuego sus astucias y cautelas. Dando, en fin de cuentas, ese «paso atrás» que nos permite enmarcar la obra de Marías dentro de esa curiosa em­presa que saluda al hombre español desde que nace, y que consiste en la difícil tarea de intentar «comprendernos a nosotros mismos».

Personalmente, en mi intimidad más se­creta, España inteligible es libro que me conmueve. Lo que quiere decir que suscita resonancias que van muy lejos dentro de mi historia personal. Esta «razón históri­ca» de mi pueblo, del pueblo en que he na­cido, tiene la virtud de despertar en mis re­cuerdos, los conscientes y los inconscien­tes, emociones radicales. Que lo haya yo querido o no, esto constituye el eje de mi vida.

Se me presenta este libro de Marías, ante todo, como parte de un díptico. Como la réplica, probablemente incons­ciente en su autor, aunque no pueda afir­marlo, a uno de los libros que más impre­sión me ha producido. Publicóse este li­bro, que creo estaba escrito ya antes de nuestra guerra civil, en el año 1944, en Madrid, por Ediciones Adán. Y se titulaba La preocupación de España en su literatu­ra. Era una antología de los mejores trozos de prosa española que los propios españo-

les han escrito a lo largo de su historia so­bre el tema de «lo que es España». Lleva este libro un prólogo precioso de Azorín y está dividido en cinco partes, cada una de las cuales va precedida por una inteligentí­sima presentación de la autora. Esta auto­ra, Dolores Franco, fue esposa de Julián Marías. Mujer admirable, llena de inteli­gencia y de sensibilidad, cuya prematura muerte lloramos todos sus amigos como una gran pérdida para España.

Me perdonará el lector que, saltándome a la torera la habitual misión del crítico, exponga aquí mis sentimientos. A veces con los sentimientos y con las emociones se hace mejor crítica que con las razones, por finas y bien calculadas que éstas sean. Opinión que no me importa sea la contra­ria de la de muchos buenos amigos. Pues se afinca en algo que para mí, como hom­bre de España, esto es, como españolito que habla de España no por lo que ha leí­do, sino por lo que ha vivido o le han he­cho vivir, tiene tanta importancia como la Historia.

Poco me importan los libros que se hayan pergeñado sobre Torquemada o so­bre Garcilaso. Los personajes de la historia de España han revivido durante mi exis­tencia. Torquemadas he conocido algunos y muchos de mis lectores habrán trabado conocimiento, como yo, con algún Garci­laso. Sin tener presentes los innumerables Lazarillos, Quijotes, Celestinas y Sanchos que durante nuestra existencia han acom­pañado nuestras aventuras por tierras de España.

Me he distraído de lo que iba a decir, que me parece tenía su importancia. El li­bro de Dolores Franco es una «antología»; el de Julián Marías, escrito cuarenta años después, podía ser considerado como una «apología». Esa profunda veta de «preo­cupación nacional», que «unas veces corre profunda y otras aflora a borbotones», es lo que más tarde iba a llamarse, polémica­mente, «España como problema» y tam­bién «España sin problema». Con pruden­cia dice Dolores Franco que tamaña obse­sión por nosotros mismos, por nuestra de­cadencia o virtudes, por la singularidad de nuestra historia, es «casi desconocida» en otros países. Creo rotundamente que en ningún otro país pudiera haberse escrito la

bellísima antología de Dolores Franco.

Esta obra, repito, causó en mí profunda impresión. La guerra civil acababa de ter­minar. Un año antes de que comenzase yo había pasado los meses metido hasta ios tuétanos en esa curiosa y singular empre­sa, tan española, de hacer «oposiciones a cátedras». Al regresar a Madrid, tras una prolongada estancia fuera de España, no era infrecuente que al tropezarme en la ca­lle con un amigo, antes habitual frecuenta­dor de nuestra tertulia en un café madrile­ño, me preguntase: «¿Y cómo es que a tí no te han fusilado?» La pregunta me pare­cía tan disparatada que para justificarla te­nía que pensar que España era mucho más misteriosa de lo que yo creía. Más inexpli­cable, por tanto. Y por esta razón durante mucho tiempo el libro de Dolores Franco, en cuya lectura me sumergí con pasión, no se separó de mi mesa de trabajo. Lo que habían escrito Cervantes, Quevedo, Saa-vedra Fajardo, Gracián, Feijoo, Cadalso, Forner, Jovellanos, Quintana, Larra, Bal-mes, Donoso Cortés, Valera, Galdós, doña Emilia Pardo Bazán, Menéndez Pe-layo, Ganivet, Unamuno, Baroja, Azorín, Antonio Machado, Maeztu, Menéndez Pi-dal y hasta Rubén Darío..., ¿podían expli­car el mare mágnum en que me encontra­ba metido? Cinco años pasados en Euro­pa, ¿no me habían alejado demasiado de los enigmas subconscientes del alma his­pánica, que ahora sí surgían a borbotones no en forma de literatura, sino, como ocu­rre también en nuestros días, en forma de vida endiabladamente enigmática?

Una forma de escrutar las profundida­des de los pueblos es la técnica de la psico­logía profunda. Principalmente la gran ex­periencia en estos años últimos en la lla­mada «psicoterapia de grupo». Los gru­pos, cuando se aprende a observarlos en su profunda y sorprendente dinámica, aca­ban revelando movimientos que descon­ciertan a los mismos técnicos del psicoa­nálisis clásico. El grupo permite hacer el estudio microscópico de la muchedumbre, y por tanto las fuerzas que, en ocasiones, gobiernan la conducta histórica. Así, Di-dier Anzieu pudo dar una explicación un poco más satisfactoria que las demás, del curioso fracaso del movimiento revolucio­nario en París de mayo de 1968. En el fon-

do del subconsciente colectivo, a una cier­ta profundidad, se movían fantasmas de avidez oral, de insaciabilidad, de agresivi­dad destructora, que ningún historiador, ni filósofo sospechan puedan operar con una fuerza y con una evidencia que sobrecogen hasta al investigador más acostumbrado a estos fenómenos.

Aunque la colaboración del médico es hoy indispensable para corregir la superfi­cialidad de otros enfoques, recordemos los profundos atisbos que sobre la psicología de las masas han tenido escritores no psi­coanalistas como Canetti y Hermann Broch. Y de la envidia, de la que se ha di­cho era denominador común de las lacras hispánicas, han hablado en profundidad no sólo Quevedo, sino también Melanie

Klein, una psicoanalista inglesa.

Marías, con su libro, cuyo estudio no hago más que esbozar, abre un nuevo pór­tico a la inteligencia de España. Que curio­samente coincide con formas nuevas y re­cientes de abordar el alma humana. Que yo resumiría diciendo que en lugar de des­velar «complejos» trata de «quitar telara­ñas». Las telarañas no sólo nos impiden ver; a veces también nos impiden hacer. Marías viene a decirnos que las telarañas, que hemos aceptado cpn demasiada facili­dad de nuestra «leyenda», deben desapare­cer para que realicemos en la Historia el «proyecto español». Naturalmente, dice muchas otras cosas, interesantes y sabias, pero que hay que dejar para ocasión me­jor.

J.R.C.

UN PROYECTO VITAL ANACRÓNICO* FRANCISCO AVALA

Cuando se publica un libro de impor­tancia tan grande como el que Julián Ma­rías acaba de publicar bajo el título de Es­paña inteligible creo que -además de ser un placer- es obligación de cuantos nos preocupamos por las cuestiones ahí exa­minadas la de prestarle cuidadosa aten­ción y leerlo con un lápiz en la mano para anotar al margen las observaciones que suscite. Muchas de estas anotaciones han sido, en mi caso personal, de anuencia y reconocimiento; otras, como no podía de­jar de ocurrir en asunto tan amplio y tan complejo cómo el que sus páginas abor­dan, de perplejidad y duda; y algunas, de neto disentimiento. La obra merece, sin duda, una discusión a fondo, y -aunque no es propósito mió entrar en ella- deseo que, para bien de la salud mental de los españo­les en esta fase crítica, tan prometedora, de

nuestra vida colectiva el libro sea someti­do a puntual escrutinio. Dicho esto, no hará falta más para que quede afirmada y remachada mi opinión acerca de la impor­tancia intrínseca, así como de la infalible oportunidad de la obra. Sobre esta base han de entenderse las reflexiones desperta­das en mí por varios de sus pasajes a lo lar­go de la lectura.

Julián Marías es no sólo un escritor de mente filosófica, sino filósofo profesional. Su tratamiento del problema de España o de la realidad histórica de España (y me valgo aquí de dos de las fórmulas más po­pularizadas con que en el pasado reciente se ha discurrido acerca del tema de la su­puesta peculiaridad irreductible de lo es­pañol, peculiaridad a la que en cierto modo indirecto alude también el título de este nuevo libro cuando enuncia la preten-

* Publicado en El País los días 1 y 2 de agosto de 1985.

sión de hacer inteligible a España) es un tratamiento que el autor ha querido en­cuadrar dentro de rigurosas categorías del conocimiento histórico.

«Proyecto histórico»

Una de esas categorías, quizá la más im­portante, es la de proyecto histórico. Re­sulta evidente que el autor atribuye valor positivo a lo que por proyecto histórico en­tiende, y ello con toda razón; pues no hay duda de que un tal proyecto es esencial para las comunidades humanas: sin él la vida colectiva caería en el marasmo, cami­nando hacia la desintegración. Pero ¿es que todo proyecto histórico merece, por el mero hecho de existir, una valoración po­sitiva incondicional? ¿No puede haber acaso proyectos históricos de efectos noci­vos? Tal vez convendría plantear la cues­tión de si la pretendida peculiaridad de Es­paña no tendrá sus raíces en el hecho de haber adoptado un proyecto histórico ana­crónico, como era el de la Contrarreforma tal cual fue asumida y entendida por el Es­tado español, cuando, tras el retiro del em­perador, fracasado en sus intentos conci­liadores, se desencadenó la brutal reacción contra el erasmismo que había sido inspi­ración política suya. Consistía este nuevo proyecto -la Contrarreforma a modo his­pánico- nada menos que en mantener el universalismo católico, ahora dentro de un espacio cerrado -esto es, dentro de los límites de la Monarquía española y me­diante los recursos de su poder-, designio contradictorio por principio, y absurdo como programa en una Europa que era ya -y seguiría siéndolo todavía por varios si­glos- el palenque de la pugna de naciones rivales: los cuerpos políticos de nuevo cuño cuyo dechado había sido, por cierto, la España integrada mediante el matrimo­nio de los Reyes Católicos, y cuyo código general de conducta estaba condensado en las máximas de El príncipe, de Maquiave-lo, quien -extrapolando de la ética ciertas técnicas de la política aristotélica- había hallado modelo para su tratadito precisa­mente en la figura del rey Fernando. De acuerdo con los supuestos del

proyecto integrista de que parte esa Con­trarreforma entendida a la española, se de­sarrollaría en este país una copiosa litera­tura antimaquiavelista, que no sólo vitu­pera la perversidad moral del escritor flo­rentino, sino que ataca también a «los po­líticos de este tiempo», en particular a quien había acuñado el concepto de sobe­ranía, Jean Bodin, condenándolos en vir­tud de principios cuya pureza evangélica resultaba de verdad muy poco compatible con las prácticas de acción política enton­ces vigentes. Como bien hubiera podido esperarse, y por más que la literatura anti­maquiavelista así lo predicara, la monar­quía española no aplicaba ni podía aplicar en el ejercicio de su actividad internacio­nal ninguna «política de Dios», ningún «gobierno de Cristo» que valiera, sino la «razón de Estado» ni más ni menos que sus rivales, Inglaterra y Francia; pero es claro que esta contradicción entre la doctrina oficialemente sostenida y las ineludibles exigencias prácticas no podía dejar de te­ner un efecto desmoralizador -en todas las acepciones de la palabra- sobre el ánimo de los gobernantes, creando una generali­zada mala conciencia de consecuencias paralizadoras.

Tal paralización se irá extendiendo cada vez más al conjunto del cuerpo so­cial. Julián Marías cita frases reveladoras de Fénelon, para quien, terminado el siglo XVII, España -peso de un cuerpo muerto-es país impotente, que ha perdido toda ca­pacidad de decisión. En aquella Europa que se mueve y avanza con fuerte pulso, vemos como nuestro país se ha cerrado en cam­bio a la modernidad. Nuestra literatura de Siglo de Oro está plagada de lamentacio­nes y deprecaciones a causa del oro que, procedente de América, se le escapaba a España de entre las manos por diversas vías. Muchos galeones eran robados ya en ruta por los piratas ingleses; los buhoneros franceses se lo cambiaban al español por baratijas, tal como los primeros españoles habían engañado al inocente indio; y en punto a cambiar, ahí estaban los genove-ses para completar el despojo con sus ma­las artes financieras. Y ¿qué significan to­das estas quejas?.

Hidalgos y picaros

Por lo pronto, es evidente que suponen una reacción de encogido rechazo frente a las formas modernas -es decir, burgue-sas-de entender y manejar la economía, muy en consonancia con el medievalismo del proyecto histórico que la Contrarrefor­ma española supone. El desprecio nobilia­rio de las industrias lucrativas, transferido desde el orgullo estamental de la Edad Me­dia, cuando el trabajo estimado era sólo el batallar, hasta una España sustentada en sus ilusiones de grandiosidad por el espe­jismo de los metales preciosos que la con­quista permitía extraer de ultramar, pare­ce ser la actitud dominante en aquella so­ciedad de grandes señores manirrotos, de pobres hidalgos ociosos y de picaros ham­pones que la literatura misma refleja. En el libro de Marías, tan meritorio por muchos conceptos, echo de menos algunos análisis económicos que vinieran a explicar, me­diante el examen de las estructuras socia­les correspondientes, la mentalidad inmo-vilista sobre que el proyecto de la Contra­rreforma española se asentaba.

Pero lo que aquí me interesaba subrayar ahora no es tanto la traba que para la efi­cacia práctica pueda haber implicado la desconexión radical entre los principios teóricos que inspiraban el proyecto histó­rico y las perentorias urgencias de la con­creta realidad, como el hecho de que la fiel adscripción de los españoles a una actitud vital colectiva incompatible, por arcaizan­te, con esa concreta realidad actual, tenía que producir una sensación de profunda ex-trañeza a quienes desde fuera la observa­ran. Los extranjeros debían ver al español como un tipo extravagante, como un bi­cho raro. Pienso que, mediante su peculiar versión de la Contrarreforma, España se había vuelto de espaldas a Europa; y que si a los escritores antimaquiavelistas no les faltaban motivos para mover la cabeza ante las locuras de Europa, Europa por su parte debía contemplar a España como una nación enajenada.

Uno de los problemas históricos que en su libro preocupan y mistifican a Julián Marías es el de la increíble persis­tencia de la leyenda negra, contra la que

denodadamente y con toda la razón argu­menta. Acerca de algunos extremos de esa argumentación, ya ha puesto los puntos sobre las íes Carlos Seco Serrano en el co­mentario aquí mismo publicado. Tam­bién yo suscribo a la destruyción del padre de Las Casas intentada bastante a deshora por Menéndez Pidal, presentando como una especie de irresponsable demente al hombre que, de hecho, supo persuadir al emperador y promover su admirable legis­lación de Indias.

La tenaz leyenda negra

Pero en esto sí que está en lo cierto Ma­rías: lo asombroso es, con todo, la tenaz perduración, siglo tras siglo, de esa leyen­da negra que repite hasta la náusea (no más lejos que ayer todavía, Fidel Castro soltaba sin rubor la retahila de las pato­chadas, necedades y sandeces de rúbrica) un estereotipo sin mayor base efectiva que el que pudiera confeccionarse con sólo echar mano a cualquier otro catálogo de atrocidades espigado en la historia univer­sal, desde las crónicas más añejas hasta las que cada día nos pone la televisión ante los ojos.

La hostilidad -mezcla de admiración envidiosa y resentimiento- que siempre despierta toda gran potencia, y que desde luego suscitó en su momento la presencia dominadora de España en el mundo, bastaría para explicar en principio la leyenda negra; pero no explica sus exage­radísimos términos, ni mucho menos la que con acierto escribe Marías como «des­calificación global» de lo español, sin acertar a encontrarle explicación, aunque, por supuesto, no se le escapa a él la extra-ñeza a la que fuera de nuestro país daba ocasión el proyecto histórico de la monar­quía española, cuya política -dice- «no va a ser comprendida por el resto de los paí­ses europeos»; añadiendo: «Todo lo que constituye la originalidad histórica y polí­tica de España queda fuera de la visión que los demás europeos, aun los más eminen­tes, tienen de ella en el siglo XVII. En el XVIII las cosas serán todavía peores, quie­ro decir más remotas de la realidad». Pero, con todo, no reconoce que esta pretendida

realidad original nuestra nada tenía que ver con la realidad efectiva del mundo contemporáneo, sino que era más bien una realidad quimérica, un empeño de vi­vir de espaldas a la historia, negándola. (Salvadas todas las diferencias, que no son pocas, me atrevería sin embargo a señalar una relativa similitud con el caso presente de la Unión Soviética, encorsetada como está dentro de una dogmática ultraconser-vadora, y tan difícil de ser entendida por el resto de las gentes).

Muchos españoles, entre tanto -aquéllos que en principio eran irreducti­bles al proyecto histórico de la Contrarre­forma y por consiguiente fueron- segrega­dos o aplastados en sus comienzos, y quie­nes en generaciones sucesivas disentían de él y aspiraban a que nuestro país se coloca­ra al par de Europa (muy notablemente las altas clases ilustradas del siglo XVIII que con tan aplicada atención ha estudiado el propio Julián Marías)- constituirían una corriente ininterrumpida, sólo muy rara vez y en precario elevada a posiciones de poder oficial, y con mucha frecuencia oprimida, perseguida y vilipendiada, a la que por último se le colgaría el mote veja­torio de anti-España. Tras el desmorona­miento del antiguo régimen, la historia es­pañola, en la Península y en América, ha sido hasta ahora la historia de la pugna en­tre los partidarios de la modernización y los fieles mantenedores de una inmovili­dad arcaizante. Esperemos que esa penosa historia se haya clausurado por fin con el siglo que termina.

La independencia en Hispanoamérica: una especulación

Un rasgo que de manera especial me complace en el libro de Julián Marías so­bre España inteligible es su insistencia en restablecer el papel -a veces de alcance transcendente-jugado por el azar en el de­senvolvimiento de los acontecimientos que fraguan el destino tanto del individuo como de las colectividades.

A este respecto, leyendo las considera­ciones -en gran medida atinadas- que hace sobre el proceso de la independencia de los países hispanoamericanos y sobre las causas de la creciente dispersión centrí­fuga con que esa independencia se produ­jo, así como la interpretación que nuestro filósofo-historiador ofrece de las fuertes connotaciones de reacción antiespañola con que la independencia de las nuevas re­públicas se manifiesta, se me ocurre pen­sar que ahí pudiera deber contarse con uno de esos factores azarosos capaces de torcer el curso de los acontecimientos, o al me­nos de prestarle una particular inflexión. Más de una vez en mi vida me he pregun­tado, contemplando el mapa del continen­te americano, donde en seguida salta a los ojos que la extensión territorial de Brasil es equiparable a la del conjunto de los paí­ses de lengua española, cuál puede haber sido la causa -que deberá ser, en todo caso, una causa histórica- de que aquel país sur­giera desde el comienzo y se haya mante­nido -pese a sus tremendos desniveles in­ternos de todo tipo- como un cuerpo polí­tico unido, mientras que éstos se encuen­tran divididos en multitud de Estados, va­rios de ellos apenas viables, o no viables en absoluto. Y si tan chocante contraste ha de tener una causa histórica, a la historia habrá que preguntársela.

Veamos, pues qué nos dice la historia respecto de los orígenes del proceso de in­dependencia. El punto de partida se en­cuentra, es claro, en la invasión de esta nuestra común Península Ibérica por las fuerzas de Napoleón Bonaparte.

Los datos de la historia informan de que, para finales de 1807, y ante el avance de las tropas francesas, el rey regente de Portugal, Juan VI, había decidido huir ha­cia las costas americanas; y ya al año si­guiente lo hallamos instalado con su corte en Río de Janeiro, gobernando el país bajo el título de «Imperio», luego «Reino Uni­do de Portugal y Brasil». Una vez pasada en Europa la tormenta napoleónica, vol­verá el rey don Juan a Lisboa en 1821, pero dejándose en Brasil como regente a su hijo don Pedro. Cuando, de ahí a poco, las Cortes portuguesas piden al príncipe re­gente de Brasil que regrese a Portugal, don

Pedro se niega, pronunciando la célebre declaración de 9 de enero de 1822: «Fico», es decir, «me quedo»; y el 7 de septiembre del mismo año proclama la independen­cia, siendo exaltado no muchas semanas después a «emperador constitucional del Brasil». Sesenta y tantos años han de pasar antes de que, en 1889, se proclame allí la República; pero nadie va a cuestionar por entonces la unidad de Brasil como cuerpo político...

Atendamos ahora a lo ocurrido en Es­paña bajo circunstancias parejas. Bien sa­bido es que, ante la presión creciente de las fuerzas francesas, y probablemente por iniciativa de Godoy, la familia real se dis­pone a salir de Aranjuez, donde a la sazón se encontraba, rumbo a Andalucía, con vistas a embarcar eventualmente para América; pero en la noche del 17 al 18 de marzo de 1808 estalla el famoso motín que frustaría el proyectado viaje y precipi­taría el derrumbe de la estructura institu­cional de la monarquía, desencadenando las guerras intestinas que, tanto en la Pe­nínsula como en América, iban a llenar de ahí en adelante la crónica de los pueblos hispanos durante todo el siglo XIX... y hasta ahora.

Independencia precipitada

Cabe, pues, preguntarse si, en el caso de no haberse producido el motín de Aran­juez, que impidió el traslado de la familia real española al otro lado del océano, el curso de los acontecimientos en los territo­rios ultramarinos dependientes de la Co­rona española no hubiera podido ser en lo

fundamental análogo al que siguió en aquéllos que dependían de la Corona por­tuguesa, manteniéndose unidos mediante un principe de la dinastía borbónica, tal cual deseaban algunos de los proceres de la independencia, como -por ejemplo muy notorio- el general Belgrano. Ya sé que las especulaciones acerca de «lo que hubiera podido ser» resultan vanas; pero quizá pueden ayudar a entender algo que lo que efectivamente ocurrió.

Despuess de todo, la independencia de los países hispanoamericanos se cumplió de hecho, en unos bajo un signo político, y bajo el signo opuesto en otros, siguiendo la lucha de partidos que la quiebra del Esta­do monárquico había desorbitado entre nuestros pueblos, tanto europeos como americanos. No suele recordar la opinión vulgar -pero si alude al hecho, aunque en términos generales, el libro de Marías -que (y es también un ejemplo elocuente) la independencia de México se consumó el año 1821 en defensa del poder absoluto de un Fernando VII mediatizado por el resta­blecimiento del constitucionalismo en la Península.

En suma, no parece demasiado arriesga­da la afirmación de que la independencia de Hispanoamérica, si no prematura, fue en todo caso incidentalmente precipitada por la desintegración del estado monár­quico ante la cual, ni siquiera los perspica­ces proyectos y esfuerzos de un Bolívar consiguieron evitar, o al menos reducir, la dispersión que tan lamentables conse­cuencias ha tenido y tiene hasta el día de hoy.

F.A.

HACIA LA COMPRENSIÓN DE ESPAÑA* JOSÉ M.a GARCÍA ESCUDERO

Existe una valentía intelectual menos frecuente de lo que parece, como observa Julián Marías en su libro «España inteligi-

* Publicado en YA el día 22 de junio de 1985.

ble», y cita el caso de don Ramón Menén-dez Pidal, escribiendo su libro sobre Las Casas contra la corriente incondicional-mente exaltadora del dominico; no se lo perdonaron. Otro caso fue el «Bolívar», de

Madariaga, y otro puede ser este libro de Marías, que en él desafía todos los tabúes de nuestra historia y adelanta una inter­pretación coincidente en lo sustancial con la postrera de un García Morente, a quien por ella silenciaron los que le habían acla­mado con anterioridad.

Los tabúes aludidos son: la excesiva im­portancia positiva concedida al elemento árabe (moro, dice Marías), cuando lo cier­to es que España nació como reacción contra la islamización; la excesiva impor­tancia negativa otorgada a la Inquisición, que causó muchas menos víctimas que las guerras religiosas del resto de Europa; la fe prestada al testimonio de Las Casas sobre la destrucción de las Indias, cuando, si ha habido un país constructor, después de Roma, ha sido el nuestro; la sustantiva-ción de nuestra decadencia como si hubie­ra de ser permanente; la magnificación de nuestra diversidad territorial, menor que la del resto de los países del continente con la excepción de Francia, y finalmente, esa leyenda negra, fruto principalmente de la irritación que provocó la oposición del proyecto histórico de España al laicismo moderno.

¿Cuál era aquel proyecto? En primer lu­gar, la superación de la nación, que fue la primera invención de España (por eso no hubo castellanización de las demás regio­nes, como se dice, sino españolización de todas las regiones), por su segunda inven­ción: la supernación que formó con Amé­rica; la Monarquía Hispánica. En segundo lugar, la subordinación de los intereses na­cionales a la difusión de la verdad religio­sa, que continuó aún después de finalizada la Reconquista, y no era una superviven­cia medieval, sino una posibilidad de mo­dernidad cristiana, legítima y válida. Ven­cida España militarmente, sobrevino su repliegue; se consideraba traicionada al ver frustrada la Europa que pudo ser.

Recomposición de las Españas

He intentado ser fiel casi literalmente al libro, porque la simple exposición aventa­ja al comentario, Naturalmente, Marías

no lo aplaude todo y deplora el carácter polémico y belicoso que adquirió el catoli­cismo español, cuando se pensó que, por ser España cristiana, tenían que ser cristia­nos los españoles, idea completamente ajena a la tolerancia medieval, pero lo sor­prendente es que, cuando llega el momen­to de señalar objetivos a la España con­temporánea, el autor se vuelve a los dos mencionados.

El primero es la recomposición de las Españas; la unidad del mundo hispánico. La empresa de nuestro tiempo no puede ser otra; es la única posibilidad de que ten­gamos porvenir y de que España siga sien­do inteligible. No dijo más Ramiro de Maeztu, pero yo me pregunto si ese objeti­vo se puede proponer hoy como algo más que una hermosa utopía, y mucho menos como exigencia de inteligibilidad.

El segundo objetivo consistió para Es­paña en «ir más allá de sí misma, saltar por encima de sus propios intereses inme­diatos». Otras naciones «eran» cristianas, pero no «consistían» en ser cristiana. Sólo España afirmó su sustancialidad con el ca­tolicismo. Sin embargo, Marías alaba al si­glo XVIII, precisamente porque durante él España se convierte en «proyecto de sí mis­ma», lo cual, si quiere decir algo, es que abandona la superditación de sus desti­nos a un ideal supranacional. Pues bien: ¿no se produce entonces un corte de conti­nuidad histórica, como consecuencia de la pérdida de la unidad de las creencias, que obliga a que sea España en sí misma, secu­larizada, el único punto de referencia posi­ble entre las que desde entonces han veni­do llamándose las dos Españas?

Las dos mitades del ser nacional

Que la referencia a un concepto tan manoseado no aparezca más que una vez en el libro se acoge con alivio, pero como su utilización no es fruto de un capricho, prescindir de ella obliga a Marías a andar por las ramas durante la última parte de la obra, salvo en su referencia a la «inespe­rada originalidad, que España no había conocido desde las Cortes de Cádiz», de la

transición de 1975, cabalmente porque entonces se conciliaron las dos mitades del ser nacional. El gran tema de la España moderna es, como escribió Menéndez Pi-dal, sustituir el «pugilato agotador en tor­no a los más altos problemas insolubles» por la conciliación alrededor de «las ur­gentes empresas colectivas, los fines inme­diatos, los esenciales de la convivencia». Pienso que el relativo silenciamiento de ese tema en el libro de Marías obedece a su aspiración de salvar la continuidad del gran proyecto histórico español, actuali­zándolo. Pero ¿es ésto posible?

Ni siquiera la Iglesia católica admite hoy como deseable la vinculación propia de la cristiandad o de la monarquía católi­ca. Y el propio Marías niega que el men­cionado proyecto exija que los españoles sean cristianos, ni siquiera que España se identifique con el cristianismo. ¿Qué que­da entonces de él? Sencillamente, la acep­tación personal del hombre elaborada por

la filosofía griega y traspuesta por el cris­tianismo a una dimensión sobrenatural, como fondo histórico de la civilización oc­cidental, con sus consecuencias (sentido de misión frente a utilitarismo; conviven­cia intrapersonal y no gregaria; dignidad del individuo frente al Estado; negación del éxito como justificación), quizá vividas entre nosotros con mayor intensidad. «Si se prolongan estos proyectos, si se los pone a la altura del tiempo -escribe Marías-, obtendremos la clave de la continuidad del proyecto histórico de España». Con todo respeto, no me parece probada esa conti­nuidad; cuando el proyecto histórico se adelgaza-y purifica- tanto, es otra cosa lo que resulta. Pero esta otra cosa es un noble proyecto occidental y específicamente cristiano, nunca tan oportuno como aho­ra, a raíz de nuestra integración europea, hermosamente expuesto y profesado con gallardía que, como empecé diciendo, honra a su autor.

J.M.aG.E.

LA RECOMPOSICIÓN DE LOS ESPAÑOLES*

(Inteligibilidad y razón histórica) PEDRO FERNAUD

Acabo de leer, de un tirón, el último li­bro de J. Marías «España inteligible», que me ha dejado con una honda conmoción intelectual y moral. Conocía parte del ma­terial aquí desarrollado por haber asistido al curso público que bajo el mismo título Marías impartió durante este curso en el Instituto de España de Madrid. Pero la re­producción en letra impresa de la frondosa y sistemática lógica verbal de Marías le presta aún más solidez, verosimilitud y en­canto. No hay duda de que más allá de las teorizaciones al uso sobre los medios de comunicación, la galaxia Gutenberg, el li-

* Publicado en Sur el día 23 de Junio de 1985.

bro, sigue funcionando como «organón» intelectual.

«España inteligible. Razón histórica de las Españas», que es el título completo, es un libro decisivo para la comprensión de nuestro destino nacional y se inscribe en la rutilante serie de escritos aparecidos en nuestro siglo para dar cuenta y razón de ¡a realidad española: «España invertebra­da», de Ortega: «La realidad histórica de España», de Américo Castro; «España un enigma histórico», de Sánchez Albornoz; «Los españoles en la historia», de Menén­dez Pidal; «España», de Madariaga; «Es­paña como problema», de Lain Entralgo; «Historia crítica del pensamiento espa-

ñol», de José Luís Aballan... El libro de Marías es vehículo de una interpretación de España original y renovadora, que se fundamenta en un uso sistemático de la ra­zón histórica.

Marías no trata de rehacer la historia de España, pues es consciente de que, salva­das deficiencias anteriores, disponemos de una historiografía suficiente para saber al menos qué ha pasado en España y qué he­mos hecho los españoles. No nos falta in­formación, nos sobra deformación. Ma­rías se propone en su libro averiguar qué quiere decir eso que sabemos y que no nos es verdaderamente comprensible. Se trata de hacer inteligible, comprensible,, España a los españoles; sólo si España se nos hace inteligible, podremos afrontar con alguna lucidez nuestra circunstancia española. La inteligibilidad de España es requisito pre­vio para que podamos los españoles proyectar nuestras existencias personales con razonables garantías de autenticidad, ya que «la reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre» (Orte­ga).

El hombre es una realidad -la única en el universo- que consiste en una interpre­tación de sí misma. Si esta interpretación es inadecuada -es decir, no verdadera- se produce una enorme perturbación en la vida humana, al tener que proyectarse desde un ingrediente falsificador. Frente a la idea recibida de que España es un país anormal, conflictivo, y en suma ininteligi­ble, J. Marías sostiene que la aplicación del método y perspectiva adecuados per­mite descubrir la existencia de caracteres bien distintos, acaso opuestos, a los que íradícionalmente se le han atribuido.

Para hacer inteligible España es preciso replantear la pregunta ¿Qué es España? Es España igualmente la España cristiana y la musulmana? ¿Era España la España visi­goda? ¿Eran españoles los hispanorroma-nos Séneca y Lucano? La investigación de Marías se orienta a delimitar en el tiempo histórico una «misma» sociedad de la que podamos fundadamente considerar que la España presente proviene en continuidad desde una pretensión proyectiva: «En la medida en que podamos descubrir en una sociedad pretérita una pretensión hacia

otra, que a su vez ha conducido a una nue­va, la cual ha anticipado esa realidad que llamamos España, diremos que toda la se­rie pertenece a ese conjunto dramático que da sentido a la expresión «nosotros los es­pañoles».

La romanización de la península marca el comienzo de una personalidad colectiva no todavía española; nos encontramos ante una forma de vida romana, la hispá­nica. La monarquía visigótica es la expre­sión de una nueva empresa histórica, regi­da por los godos, pero realizada primor-dialmente por los hispanorromanos, y que consiste en la reconstrucción, según otros principios, de la antigua Hispania roma­na. La irrupción islámica se produce cuando en territorio peninsular se ha lo­grado una versión más sazonada que en el resto del continente de lo que va a ser un país europeo. La España perdida o des­truida por los árabes se convierte en em­presa. España se ve al mismo tiempo como «perdida» y «buscada»: es el argu­mento de la Reconquista. España es euro­pea porque lo ha querido en una apuesta histórica con pocas posibilidades de éxito. La nacionalidad española se constituye desde el rechazo a lo islámico. Marías pro­clama que España nace de un proyecto ex­tremadamente improbable, de una antici­pación imaginativa, de una ilusión, enten­dida como deseo argumental arraigado en la condición futura del hombre.

Frente al tópico de una España «excep­cional» en el conjunto europeo a causa de !a invasión árabe de la península, Marías muestra que el diálogo polémico entre la Europa cristiana y el mundo islámico atraviesa toda la Edad Media y se prolon­ga hasta fines del siglo XVII. Naturalmen­te, Marías tiene presente la enorme pre­sencia islámica en la España medieval, pero esto no le lleva, como a tantos otros, a hacerla funcionar como explicación au­tomática de todo. En este sentido es eficaz su puníualización de que Andalucía pree-xiste milenariamente a la invasión árabe; una considerable porción de lo que se con­sidera árabe era simplemente andaluz, an­terior a la irrupción islámica.

La recuperación de España frente al Is­lam se articula mediante un proceso de in-

corporación y convergencia de los reinos medievales. La reconquista es una «inte­gración por partes» de la España perdida, que culmina en la invención de la nación española. Tan pronto se constituye la na­ción española -con una política universal, la primera desde el imperio romano- se produce su tránsito a la supernación tran-seuropea en forma de monarquía católica o monarquía hispánica, que integra, desde finales del siglo XV a comienzos del XIX, a las Espafías de aquende y allende el océa­no.

Marías dedica largos capítulos de su li­bro a narrar la incomprensión europea de la originalidad española y el correspon­diente desengaño español de Europa y el repliegue de España sobre sí misma -su ti-betanización-. Nuestro pensador rechaza la aplicación o proyección a la nación espa­ñola de inadecuados esquemas interpreta­tivos intraeuropeos. Y así Marías escribe: «Hasta comienzos del siglo XIX, durante tres siglos -la casi totalidad de su historia moderna-, España no será simplemente una nación, una nación como las demás que tras ella se van organizando, es decir una «nación intraeuropea», sino una «su­pernación transeuropea», un complejo de pueblos con un repertorio de relaciones todavía no bien comprendidas, y con un proyecto histórico, a la vez coherente y múltiple, que llevamos casi dos siglos in­tentando oscurecer. Y eso ha sido acaso la mayor limitación de la historia reciente de los demás pueblos hispánicos: la pérdida de su identidad auténtica, el enmascara­miento de su verdadera consistencia, el ol­vido de la plena significación del nonbre de «las Españas».

La exportación a nuestra nación de la crisis revolucionaria europea engendra la

discordia en España y entre las Españas mediante un proceso de radicalización in­ducida. La invasión francesa y la subsi­guiente guerra de la independencia (1808-14) sacuden como un seísmo el cuerpo social español y generan una división gravísima de opiniones y actitudes que va a hacer posible hablar, por primera vez en nuestra historia nacional, de «las dos Es­pañas». Esta escisión perdurará manifiesta o larvada a lo largo del siglo XIX. El proyecto supernacional español se rompe con la independencia de la América hispá­nica con demoledoras consecuencias no sólo para España sino también para los hispanoamericanos, a los que el desdén por lo español borra sus verdaderas señas de identidad y los lleva a un extraño des­precio por su propia realidad, que hasta el momento ha obturado su horizonte proyectivo.

El siglo XX español lo define insupera­blemente Marías como «desorientación creadora entre naufragios», los de 1898 (pérdida de últimas posesiones en América) y 1936 (estallido de la guerra civil). Desde un dolor sosegado al tiempo que crítico -en todas las direcciones, no de una forma unilateral como acontece usuaímente-, J. Marías contempla la guerra civil como el momento más lamentable de nuestra his­toria, «la máxima destrucción conocida de vidas españolas, de obras de arte, de posi­bilidades». Tras el largo período franquis­ta, que define como de «vitalidad sumergi­da», la restauración de la democracia abre de nuevo el horizonte histórico, para, des­de la imaginación y la libertad, poder bus­car y elegir un proyecto colectivo capaz de lograr la recomposición de las Españas, es decir, la continuidad actualizada del proyecto originario español.

P.F.

ESPAÑA INTELIGIBLE* LUIS HORNO LIRIA

Me parece meridiano que este libro ha de imponerse como esencial para la com­prensión histórica de España. Como los de Sánchez Albornoz, Castro, Ganivet, Una-muno, Ortega, Maeztu o Laín Entralgo. Marías da en él razón histórica de España, de las Españas. Y lo hace aplicando a las preguntas, ¿qué es, qué ha sido España?, el método filosófico orteguiano por él desen­vuelto hasta sus últimos detalles. Nos cuenta «el argumento» de España. Nos hace ver en qué ha consistido éste durante toda su historia, desde la romanización de los pueblos ibéricos, desde la constitución de la Hispania visigótica cristiana, hasta la caída de ésta ante los moros. Nos señala cómo esta «pérdida» de Hispania fue el motor de los siglos medioevales para recu­perarla, para reconstruirla, y cómo la cris­tianización fue vital así para la empresa de la Reconquista. La constitución, con los Reyes Católicos, de la nación española, de España, primera en el tiempo de todas las naciones europeas, la proyectó, en empre­sa voluntariamente adoptada, a estar pre­sente en todas partes; como heredera de la Casa de Aragón, en el Mediterráneo; como asumidora de los intereses y deberes imperiales, con Carlos V. Este prosiguió la defensa del catolicismo en toda Europa, en todo el mundo, como los reyes castellanos y aragoneses habían venido haciéndolo en España durante la Edad Media. Pero el descubrimiento y la conquista de América convirtió a España en «las Españas», por­que los virreinatos centro y sudamerica­nos fueron desde un principio «los otros» reinos españoles, y esta multiplicidad de

* Publicado en Heraldo de Aragón.

Españas es esencial para la recta interpre­tación de nuestra propia nación. Marías es constante, casi empecinado en esto, y esa es su originalidad. Como también lo es cuando reduce a sus justos términos los ar­gumentos o las calumnias de la Leyenda Negra, cuyas verdaderas causas da. Fren­te a la tesis de Américo Castro, Marías ex­pone las motivaciones y los verdaderos efectos de las expulsiones de judíos y de moriscos, y sitúa en su real valor la denos­tada división de castellanos nuevos y vie­jos, así como la acción histórica de la In­quisición. Siempre indica dónde hubo error, dónde exageración, dónde simple ejecución de unos modos procesales pro­pios de la época. Y cuando habla de la de­cadencia de España empieza por deslindar épocas y lugares, por señalar ignorancias . crasas o afectadas o simples calumnias de enemigos políticos o de indocumentados. Pero también hace ver cómo el fenómeno, por él tan atinadamente visto, de la radica-lización inducida, del mero contagio o del inmotivado examen de conciencia, produ­jo también la adhesión de muchos españo­les a la resobada leyenda. Los análisis que hace de textos de Francis Bacon, de Mon-tesquieu, de Voltaire, de Quevedo o de Jo-vellanos, hablan por sí solos. No se veían los reinos americanos, es la pura verdad; estaban demasiado lejos; era más sencillo seguir copiando a Las Casas o a Voltaire.

La gran admiración de Marías es para la España, para las Españas del siglo XVIII. El reinado de la Casa de Borbón, en sus cuatro primeros reyes, le parece la mejor época de España. Concluida su acción proyectiva exterior, o aminorada al menos y convertida no en defensa del catolicismo

sino en fruto de alianzas y de pactos de fa­milia, España se vuelve hacia su interior, se convierte en proyecto de sí misma y se consolida espléndidamente. Hay en esos años una grata impresión de certeros actos de gobierno y de un recio popularismo. El pueblo, como tal, está vivo, presente, ac­tuante con voz y con matices propios. El esplendor de los Virreinatos sigue siendo una trayectoria continuada.

Pero toda esta trayectoria se rompe en una dramática encrucijada, la de la gue­rra de la Independencia, tras de la cual se produce la politización, el marasmo del si­glo XIX, Politización que se da en todos los niveles; marasmo que es tangible en al­gunos momentos -revolución del 68,1 Re­pública...- España ha perdido unos quince años en su relación con Europa, el tiempo de una generación. La independencia de los Virreinatos la va a dejar reducida a su contorno europeo. La sociedad -que no los políticos, aunque también los mejores de la restauración y desde luego los reyes don Alfonso XII y doña María Cristina-van a salvar al país de su marasmo. Poco a poco, España va a igualarse con Europa. Los treinta primeros años del siglo XX van a ofrecer una sociedad equivalente a cualquier otra europea. La dictadura del general Primo de Rivera, los años de la II República, van a ser económicamente flo­recientes. Desde el 98 va a entrar en liza un grupo de intelectuales y de científicos iguales o superiores a cualesquiera otros europeos. España ofrece desde entonces un pensamiento más original, La guerra de 1936 truncará esta trayectoria. Quedará atrás una España posible. Pero resurgirán otras: Marías, con la condena del régimen dictatorial, proclamará también los logros que, con éste, obtiene el pueblo español en esos decenios, subrayará el resurgir econó­mico y el afianzamiento de un pensamien­to liberal que harán posibles la transición

y la instauración de la Monarquía en la que estamos. España ha iniciado así otra trayectoria. Tiene que imaginar otro proyecto de vida, otras empresas. Pero és­tas pueden ser, adaptadas, modernizadas, las mismas que defendió anteriormente: su integridad como nación, su consistencia extranacional sintiendo como propio cuanto a las Españas, es decir a la América española se siga refiriendo, su afirmación imperturbable del catolicismo, tal y como éste es hoy entendido por la Iglesia y por los pensadores españoles de hoy. Ese es nuestro deber y ese, parece, nuestro desa­fío.

En este largo resumen, no demasiado matizado, se pierden casi todas las pun-tualizaciones, todos los últimos perfiles del pensamiento de Marías, presente en este libro como la aplicación y la conse­cuencia de todos los demás suyos y como un sistema perfectamente trabado y cohe­rente. Hay en él páginas que dan ganas de aplaudir, hay frases que vamos a recordar siempre. Marías ama a España, se revuel­ve contra quienes, por desconocerla, la censuran. Ha tratado así no de historiarla, sino de dar razón de su trayectoria real, de las que voluntariamente dio de lado, ha contado así su argumento en la historia, procurando hacerlo inteligible para tantos que, por falta de conocimientos, o por so­bra de prejuicios, o por estar simplemente mal informados, no acaban de entenderla. Lo ha conseguido. Y este libro, por eso, va a pasar a alinearse, como al principio decía, con los mejores que sobre nuestra nación se hayan escrito. Es, así, de imprescindible lectura si se quiere estar al día en un tema que a todos apasiona y que, sin embargo, muy pocos conocen. Tras de leerlo, estoy seguro, todos van a pensar de modo dife­rente a como antes pensaban, o, cuando menos, van a tener fundados motivos para dejar su pensamiento más robustecido.

L. H. L.

COMPRENDER ESPAÑA JAVIER TUSELL

Lo primero que llama la atención en el último libro de Julián Marías es precisa­mente el hecho de que haya aparecido con tan corta distancia cronológica respecto de su biografía de Ortega o de su «Breve trata­do de la ilusión». El ciclo de producción de los intelectuales españoles es muy va­riable, pero hay muy pocos que a una edad avanzada sean capaces de escribir sobre cuestiones importantes aportando puntos de vista sugerentes y originales. Si bien se mira, muchas grandes figuras intelectuales españolas (o las supuestamente tomadas como tales) han dejado hace tiempo de sig­nificar algo nuevo o importante; se limi­tan, a lo sumo, a repetirse. No es este el caso de Marías que, además, tiene en su haber una característica también infre­cuente en la vida intelectual española: la de no haber cambiado de postura desde su inicial liberalismo, a diferencia de los veri­cuetos experimentados por tantos otros.

Estos dos rasgos se aprecian en su últi­mo libro en el que se aborda una cuestión tan decisiva como el ser histórico de Espa­ña que constituyó toda una obsesión y un motivo de frecuentes disputas entre los historiadores liberales (Un Castro o un Sánchez Albornoz). La tesis de Marías es que la Historia española, frente a lo que es habitual, no puede ser interpretada como un misterio o un enigma ni sigue una trayectoria aberrante o peculiarísima. La «razón histórica» española es inteligible porque existe un grado suficiente de infor­mación sobre nuestro pasado histórico, a pesar de las deformaciones de que ha sido objeto. De esta manera el libro de Marías se convierte en una larga meditación acer-

ca de nuestro pasado procurando ceñirse a su argumento fundamental más que a una narración puntual de acontecimientos.

Este propósito tan ambicioso necesaria­mente tiene que despertar entre los profe­sionales de la Historia una cierta reticen­cia inicial. Los historiadores que lo son verdaderamente y que por lo tanto, inten­tan superar el vago ensayismo superficial que es tan frecuente entre nosotros aman las investigaciones eruditas que resuelven problemas concretos, pero que no permi­ten interpretaciones con un propósito de globalidad. Para un historiador siempre existirá la sospecha de hasta qué punto se puede llegar a esa interpretación generali-zadora o, por lo menos, la posibilidad de discrepancia acerca de la selección de aquellos temas que pueden considerarse como más decisivos.

Sin embargo, la lectura del libro de Ma­rías resulta siempre refrescante y sugerido­ra. Hay, en las páginas dedicadas al siglo XIX quizá un exceso de simplificación, por otro lado obligada, o una cierta hete­rogeneidad en el enfoque del siglo XVIII con respecto al espacio dedicado a otras épocas. Pero en cuestiones sobre las que han escrito miles de páginas historiadores de la talla de un Menéndez Pidal, por ejemplo, la pluma de Marías resuelve de manera magistral problemas decisivos de nuestro pasado. Así, por ejemplo, la del origen de lo propiamente hispánico y de lo específicamente español, el papel de lo is­lámico en la Edad Media o la explicación de cerrazón española (una especie de fe­nómeno de «encapsulamiento») durante el siglo XVII.

Como no podía menos de ser el libro de Marías no sólo se refiere al pasado remoto sino que al abordarlo incide también en cuestiones de actualidad. Su interpreta­ción desarbola muchas de las visiones ex­cesivamente regionalistas que se han he­cho de la Historia española. Su juicio acer­ca del franquismo como momento de «vi-

talidad sumergida» que estalla al abrirse la transición explica en buena medida ésta. Y, en fin, su idea de que no existe «Espa­ña» sino «las Españas», una realidad transcontinental vigente en el pasado y en el presente, viene a ser un reto para quie­nes tienen en sus manos la política exte­rior y cultural españolas.

J.T.


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