Artículo escrito por Enrique González Fernández, discípulo de
Julián Marías, en el número 132 de la revista Cuenta y Razón.
Por su interés, lo muestro seguidamente:
La Constitución de Occidente
ENRIQUE GONZÁLEZ FERNÁNDEZ*
Occidente, lo que llamamos civilización occidental, nació con Sócrates, en el siglo V antes de Cristo, cuando en Atenas floreció la época clásica, artística y filosófica, que explica al hombre mostrando su belleza y dignidad. En su Paideia, Werner Jaeger escribe que “Sócrates es el fenómeno pedagógico más formidable en la Historia de Occidente”. Roma heredó esta concepción humanística y la extendió alrededor del Mediterráneo y a gran parte de Europa. Después el Cristianismo elevó todavía más la grandeza de todo hombre, que ha sido divinizado (Cristo, según mi punto de vista, fue profetizado por Sócrates). De esa manera, con la unión de lo grecorromano y de lo cristiano, se creó —y sigue constituyéndose sin cesar— Occidente.
En realidad, la cultura occidental depende de esa rica herencia: la Filosofía, el Derecho, la Religión cristiana nacida y desarrollada dentro del Imperio Romano e incluso plasmada en el griego del Nuevo Testamento, la Filología, la Política, la Literatura, las distintas Ciencias, los cánones clásicos del Arte. Significativo es el título de la obra de Henri Joseph Focillon: L’Art d’Occident.
No se identifique la civilización occidental o el Occidente con nada geográfico ni racial. Toda sociedad que ha adoptado los principios de la cultura occidental pertenece a Occidente y es históricamente occidental: Europa, América, Australia, Nueva Zelanda o Japón, por ejemplo, están occidentalizados.
Julián Marías es, sin duda, el pensador que más se ha ocupado de esa realidad del Occidente. Puede comprobarse esto si se repasa el conjunto de su obra desde su juventud. Con ojos muy abiertos ha pasado revista a Occidente de manera entusiasta. No olvidemos lo que para él significó la Revista de Occidente, fundada por Ortega, en su doble vertiente de revista como tal y de editorial de libros.
Es curioso cómo el propio Ortega, en el Epílogo a la Historia de la Filosofía de Marías, escribiera que “desde 1880 acontece que el hombre occidental no tiene una filosofía vigente. La última fue el positivismo. Desde entonces sólo este o aquel hombre, este o aquel mínimo grupo social tienen filosofía. Lo cierto es que desde 1800 la filosofía va dejando progresivamente de ser un componente de la cultura general y, por tanto, un factor histórico presente. Ahora bien, esto no ha acontecido nunca desde que Europa existe”. Julián Marías ha venido a remediar esa decadencia, y se ha esforzado en crear una Filosofía que estoy convencido deberá estar vigente en Occidente, que compondrá la cultura general y que resultará históricamente presente. Tiempo al tiempo.
En un artículo titulado La incorporación máxima, publicado en 1997, Julián Marías escribe que “Europa como tal ha sido siempre un continente ‘transitivo’, interesado por lo distinto, sin duda por deseo de poder o enriquecimiento, pero sobre todo por curiosidad, por afán de aventura, en suma, por altruismo. Europa es sobre todo un verbo, europeizar, y casi todo el mundo está europeizado en alguna medida. Europa ha sido siempre ‘transeuropea’... En todo caso, la obra más fecunda y original de Europa ha sido haber engendrado países con los cuales se ha fundido en una unidad superior envolvente. Es lo que llamamos Occidente. Es mucho más real que Europa y América. Desde hace muchos años pienso y digo que ambas son los dos ‘lóbulos’ de Occidente, distintos e inseparables, insuficientes, que se necesitan y completan, que disminuyen cuando se aíslan y no cuentan con el otro... Echo de menos un pensamiento adecuado sobre Occidente. La sombra de aquel espléndido libro de Oswald Spengler, ‘Der Untergang des Abendlandes’ (La decadencia de Occidente) ha pesado demasiado. Espléndido libro, es cierto, pero afectado por errores graves”.
Con motivo del V Centenario del nacimiento de Carlos V, Julián Marías organizó un curso de conferencias titulado La fundación de Occidente. En su disertación, titulada La Europa transeuropea, recordó algo que ya dijo en su curso y en su libro La perspectiva cristiana: lo que para él es la partida de nacimiento de Occidente, que son unas pocas líneas del Nuevo Testamento, más concretamente del libro de los Hechos de los Apóstoles, al narrar cómo Pablo de Tarso —judío cristianizado, de lengua griega, conocedor del pensamiento griego y ciudadano romano— dijo que no lo podían azotar porque era ciudadano romano por nacimiento. Es decir, en San Pablo se da la unión de los tres elementos fecundos de la primera versión de Occidente: lo cristiano, lo griego y lo romano. Y la constitución de la realidad moderna de Occidente tiene lugar a partir sobre todo de Carlos V. A diferencia de otros continentes que no se han ocupado de los demás, Marías afirmaba entonces que “Europa es transeuropea, Europa ha tenido vocación de ir más allá de sí misma, ha tenido un interés por lo otro y por el otro, se ha volcado”.
En un reciente artículo titulado Occidente (publicado el 1 de noviembre de 2003), Marías escribe que “se habla mucho de Europa y se desliza la creencia de que es una unidad suficiente; esto no es cierto: Europa en ningún sentido se basta a sí misma, y no acaba de ser inteligible sin la América nacida de ella; ambas, inseparables, constituyen una realidad”.
Téngase en cuenta —como me ocupé de subrayar en mi tesis doctoral de 1992— que Carlos V fue el primero y el único Emperador europeo-americano. Consideró las tierras americanas no como una colonia, sino como una prolongación, una parte integrante de sus Reinos de Castilla y León. Si él fue el político que más sincera y firmemente creyó en la unidad europea, quiso también unificar las Indias, cristianizarlas, europeizarlas, hispanizarlas, para incorporarlas a la Universitas Christiana. Con razón se ha dicho que esta prolongación del Occidente europeo por las Indias Occidentales fue el paso más grande que ha dado la Humanidad en su unión. Piénsese en su renacentista divisa: Plus Ultra, Más Allá, el lema de España. La fórmula, también, de todo Occidente.
Al final de España inteligible. Razón histórica de las Españas, Marías dice que “para España, el hombre ha sido siempre persona; su relación con el Otro (moro o judío en la Edad Media, indio americano después) ha sido personal; ha entendido que la vida es misión, y por eso la ha puesto al servicio de una empresa transpersonal; ha evitado, quizá hasta el exceso, el utilitarismo que suele llevar a una visión del hombre como cosa; ha tenido un sentido de la convivencia interpersonal y no gregaria, se ha resistido a subordinar el hombre a la maquinaria del Estado”. He aquí el programa histórico de Occidente.
Pero la palabra Occidente no se emplea demasiado, y sorprende lo poco que se usa este nombre, a pesar de que es nuestro ámbito, nuestra morada vital e histórica. Ahora se habla mucho de Europa, de la Unión Europea, de la futura Constitución de Europa, pero hay que contar con América, tan importante, de la cual dependemos, que depende de nosotros, y que en terminología de Julián Marías es el otro lóbulo de Occidente. Europa sola y América sola —con su injerto español y su trasplante inglés— no son autosuficientes, cada una no se basta a sí misma, son interdependientes. Por eso nosotros somos mucho más occidentales que aisladamente europeos o americanos. Una Europa sólo europea o una América sólo americana sería algo enormemente empobrecido, limitado, miope, porque la realidad verdadera es Occidente. Pero además gran parte del mundo está occidentalizado.
Occidente ha creado y ensayado, a lo largo de la Historia, nuevas formas en todo, mientras que otras culturas han repetido siempre, con monotonía, los mismos temas. Por eso Occidente es una realidad histórica y social en continua transformación, algo que no se puede fijar porque dejaría, por eso, de ser occidental. De ahí la imposibilidad de establecer una Constitución legal o jurídica de Occidente. Su Carta Magna es eminentemente espiritual y de contenido humanístico. Pueden enumerarse sus rasgos.
El rasgo capital de Occidente es la libertad. Y junto a la libertad, otros rasgos sobresalen en la Constitución espiritual de Occidente, como el entusiasmo por el hombre, por cualquier hombre —mujer o varón— y por cualquier sociedad y cultura, una apertura generosa que llevará a hablar de liberalismo, palabra precisamente nacida en España, que en el siglo XIX fue adoptada por el resto de las lenguas europeas. Hasta ese siglo el adjetivo liberal y su uso sustantivado significaba en España aquel que obra con liberalidad, con generosidad, con desprendimiento. Tras las Cortes de Cádiz, los liberales eran los favorables a la Constitución de 1812 frente a los absolutistas. Esas hermosas palabras españolas se instalaron también, luego, en los demás países para denominar la defensa de los derechos humanos, la libertad política, la separación de Estado e Iglesia, la libertad de cultos y de conciencia.
Según Julián Marías, en su libro Literatura y generaciones, el liberalismo es la creencia de que “hay una vida privada en la cual nadie tiene derecho a intervenir, de que cuando yo cierro mi puerta nadie tiene derecho a franquearla. Este es el núcleo fundamental y vivo del liberalismo, el cual emerge de una fe en el hombre, de un respeto al hombre, de una estimación de lo que el hombre es como realidad humana, y a la vez del conocimiento de su pluralidad irreductible y de su limitación”. Y el hombre liberal es aquel que trasciende de sí mismo, que generosamente va más allá de sí mismo, que no se impone a los otros, que se entusiasma por el otro y lo incorpora transformándose y enriqueciéndose con él. ¿Hay algo más occidental que esta actitud personal?
La actitud contraria viene representada por el poco respeto hacia el otro. Un extremo de esta actitud antioccidental queda reflejado en la obra de Unamuno Paz en la guerra, donde se pregunta y responde de forma absolutista y nacionalista: “¿El enemigo?, ¿y quién era el enemigo? ¡El enemigo! ¡El otro!”.
Frente a ese oscurantismo antiliberal, Occidente destaca por su luz, por dejarse iluminar, por iluminar a los otros pueblos; en definitiva, por la ilustración. Los países occidentales se han guiado por la luz, han querido buscar y explorar, incluso geográficamente, el recorrido de la luz, el caminar del sol. Se han orientado con esa ilustración que ante todo es confiar en que todo hombre es capaz de pensar por sí mismo, de iluminarse.
En su opúsculo Qué significa orientarse en el pensamiento, Kant escribe que “la máxima de pensar siempre por sí mismo es la ilustración”. El ilustrado, el educado, el humanista, el occidental es el que piensa desde sí mismo, no según le digan otros. Gracias a esa luz elige lo bello y lo bueno. Sigue diciendo Kant: “Instaurar la ilustración en sujetos singulares por medio de la educación es, por lo tanto, fácil; basta con acostumbrar desde temprano a los jóvenes a una reflexión semejante. Pero ilustrar a una época es muy largo y penoso, pues se encuentran muchos obstáculos externos que en parte pueden prohibir ese tipo de educación y en parte dificultarlo”.
Más explícito todavía es Kant en su obrita Qué es la ilustración: “La ilustración consiste en el hecho por el cual el hombre sale de la minoría de edad. Él mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad, cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración”. La mayoría de los hombres permanecen bajo la conducción ajena “debido a la pereza y la cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad!”.
Nuestro querido ilustrado Feijoo, como la mayoría de los ilustrados españoles, tan responsables, tan católicos, procuró introducir esa luz en España. Y, ante tanta invectiva disparada contra Feijoo por los oscurantistas, responde éste en su Teatro crítico universal: “¡Oh envidia!, monstruo de tan infelices ojos, que no el humo sino la luz te saca lágrimas... ¡Oh cuántos infieles comentarios aparecieron de mis escritos, arrancando con mala fe y con violencia suma voces y cláusulas de su genuino sentido, para escandalizar con quimeras el público!... Hablo de aquellos pobres incapaces, condenados a ignorancia de por vida, cabezas de cal y canto, cerebros amasados con el error, calloso por todas partes el discurso, para quienes toda novedad es mentira, toda vejez axioma”.
Otros rasgos constituyentes de Occidente son la exaltación de la dignidad humana que lleva a hablar de antropocentrismo, cuya garantía es Dios, que justamente se hizo hombre, luz del mundo; el Humanismo, pero no su antónimo: el peligro del nacionalismo, verdadera peste que absolutiza la nación, a la que todo, incluso la persona, debe sacrificarse y subordinarse, el mayor peligro, el estado de minoría de edad, la peor barbarie que, a mi juicio, acecha hoy a la civilización occidental, que se ha caracterizado por las sucesivas incorporaciones de Reinos; el entusiasmo por la belleza artística, moral y personal; la magnanimidad; el cultivo de las Humanidades que posibilitan que todo hombre, mediante la paideía o educación —principalmente gracias a los libros que hacen libres frente a la informática red que puede atrapar o esclavizar—, se humanice más, se enriquezca, se libere de su barbarie y arcaísmo, se renueve, se ilumine, se reforme.
De todo ello, de su decadencia y de su recuperación, de sus luces y de sus sombras, me ocupo con cierto detenimiento en mi libro, recientemente publicado, El Renacimiento del Humanismo. Filosofía frente a barbarie (BAC. Madrid, 2003), que es, en gran medida, una exposición del pensamiento de mi maestro Julián Marías, el mejor teórico de Occidente.
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